BREVE REFLEXIÓN TONTA DE UN MIÉRCOLES POR LA MAÑANA

Anoche estuve en el concierto de Bob Dylan en Granada. No es que a mí este señor me vuelva loco, pero se trata de uno de estos mitos que, cuando pasa cerca de donde estoy, me tienta y termino por ir a ver. El show en sí, bien; bastante bien. Músicos excepcionales, él como en los discos y el repertorio, bueno, debatible. Pero, como no soy un experto, dejo esta conversación para otro momento. Uno de codo en barra, tres vinos o tercios y tapas. 

Porque lo que me interesa de anoche es lo que no hubo. Móviles.

[Imagen 01] – Cartel de la gira de Dylan

Tanto al comprar las entradas —que volaron en 30 minutos, quién dijo crisis— como en lo sucesivos mensajes que la organización iba mandado a los que habíamos apoquinado unos cuantos montones de euros, se nos advertía que se trataba de un evento sin móviles. Que, al llegar, todos los teléfonos y dispositivos electrónicos susceptibles de captar imágenes del concierto serían convenientemente introducidos en fundas profilácticas que impedirían su uso durante las dos horas que el bueno de Bob estaría canturreando o malchillando sus canciones. La broma estaba más que servida en bandeja: todo buen delincuente sabe que no deben quedar huellas ni registros de sus macabros crímenes y, a tenor de lo que me contaban del concierto que el cantautor dio hace años en Motril, lo que uno podía esperar era o bien algo memorable o la consagración del mayor de los sopores. Por suerte, creo, el espectáculo estuvo mucho más cerca, sin llegar del todo a serlo, de la primera alternativa.

No me voy a poner yo de excepción y mucho menos voy a presumir de lo que no soy. Como todo hijo de vecino, vivo tan pegado al móvil como los tiempos mandan. Y, por supuesto, de haberlo tenido a mano, alguna foto y varias stories bien que habría subido. Pero, a la postre, no tener a mano el cacharrito fue un acierto. 

Y un alivio. 

No me quiero imaginar el espectáculo, digno de la más chapucera de las ferias, que habría sido tener a los 1000 —ó 2000, no lo sé— asistentes, móvil en mano, iluminando con sus pantallas una bellísima noche cuyo encanto surgía, precisamente, de la penumbra. Penumbra sólo quebrada por una muy discreta disposición de focos que proyectaban haces bermellón sobre una cortina negra. Si, allí, todos nos hubiéramos venido arriba, venga a grabar y echar fotos imbuidos por el espíritu del retratista que nunca seremos, la experiencia, seguro, habría sido mucho más pobre.

Pero, aún así, eso habría sido algo menor. Un hecho que, por habitual, casi pasa desapercibido. 

Lo que me llamó la atención fueron algunos comportamientos previos al evento. Antes de nada, tengo que decir que la media de edad del público se iba muy a la derecha en la Campana de Gauss. Es normal, a fin de cuentas Dylan lleva toda la vida en un escenario. De hecho, quizá lo raro es que el pipiolo allí fuera yo, un señorito de casi 40 años que sigue pensando que aún no ha alcanzado los 30. 

La cosa es que en la interminable cola de acceso, que se retorcía infinitamente —como la serpiente del juego de los primeros móviles Nokia, toma referencia con olor a naftalina—, como no tenía nada mejor que hacer, me puse a estudiar a la gente. Cosas de escritor, supongo. Al final, nada mejor que analizar el comportamiento de una masa tan heterogénea de personas ante una situación similar. Eso es una fuente infinita de recursos y salidas a la hora de enfrentarte, en el futuro, a un infinito folio en blanco.

Más allá de comprobar que hay gente que va a un concierto más emperifollada de lo que yo jamás he ido a una boda —lo cual es posible que hable muy mal de mí—, pude constatar que todos, sin excepción, hacemos uso del móvil por inercia. Sin objetivo alguno. Por instinto. Coñe, que tengo 1 minuto en que no sé que hacer, pues, hala, saco el móvil y me entretengo. 

Peligro. Como suele decirse, cuando el Diablo se aburre mata moscas con el rabo. 

No deja de ser curioso comprobar como, además, el tema de conversación más frecuente entre los pacientes asistentes era el hecho de que nos iban a quitar la posibilidad de decirle a nuestros conocidos, en rigurosísimo directo, cómo estaba yendo el concierto. Nadie hablaba allí de las posibles canciones que Dylan iba a cantar, si se marcaría un clasicazo o los seguiría dejando desaterrados al abismo de los recuerdos como lleva haciendo años

Sólo móvil. De primero, de segundo y de postre. Ah, y como digestivo, un chupito de móvil. 

Cuando entramos recinto, qué decir, la Alhambra te saluda con un atardecer mágico que hace que se te caiga la barbilla al suelo y te tropieces con tu propia lengua. La entrada es cara, pero sólo poder ver algo así, ya merece mucho la pena. 

Paso al lado de una mujer que se queja, no sin razón, de que, desde que llevamos en el bolsillo un aparatejo que nos permite registrar todo lo que vemos, somos incapaces de ver. Que ya sólo alcanzamos a mirar y que, además, lo hacemos durante poco tiempo, porque hemos perdido la habilidad de tener la suficiente paciencia como para contemplar algo durante un buen rato y, al hacerlo, disfrutarlo. 

Estoy tentado a darle un abrazo y un besazo en los morros a esa señora, porque me representa plenamente, pero me contengo, no vayamos a que me saquen de allí a la fuerza y con razón. 

Como he entrado muy pronto, como todos, deambulo por allí. Han puesto un cáterin —de pago— y la gente se encaloma sus cervezas —homónimas del lugar en que estamos—, su copa de vino o hasta un poco de sushi —ay, la globalización—. Es una oportunidad única y, si yo no fuera tan tiquismiquis con la comida/bebida, seguramente haría lo mismo. Pero prefiero sentarme en una esquina a leer. Llevo conmigo 'Lapsus' de Salva Alemany —un novelón divertidísimo donde los haya— y la atmósfera parece propicia. 

Sin embargo, rápidamente, como suele ocurrir cuando uno está solo en un lugar atestado de gente, sin quererlo, termino siendo partícipe, como mero oyente, de otra conversación. Se ve que no soy el único bohemio solitario que ha dejado atrás las vergüenzas de asistir a eventos sin compañía, porque escucho a un hombre quejarse a una señorita sobre el hecho de no saber cómo rellenar si tiempo hasta que empiece el concierto.

    — A ver, que yo voy a muchos conciertos solo. Al Lemon y al Planta, pero siempre pudiendo usar esto —dice esgrimiendo su encapsulado móvil al viento—. Hoy es la primera vez que no puedo y, oye, pues cuesta. 

Su compañera asiente y confirma que su situación anda por los mismos derroteros. 

A ver, sí, no soy tonto —o no tanto como pueda parecer— y tengo bien claro que lo mismo lo que intentaba ese truhán no era otra cosa más que entablar un contacto con otra chica por aquello de explorar la posibilidad de que la noche se alargase, en compañía, hasta la hora en la que los pecados son  norma. Y bien está eso, claro. Pero el tema de conversación era el que era.

El móvil. Tras la comida, de sobremesa, oh, sorpresa, el móvil.

El concierto, como digo, pues, oye, ni tan mal. El tío se casca sus 2 horas del tirón sin parar. Se levanta de cuando en cuando a tocar de pie y se vuelve a sentar para seguir haciendo lo mismo pero con el culo en reposo. Una canción tras otra, sin más interferencia que la típica presentación de la banda y un what a nice place to play tonight que seguro que le dice a todas, como buen ligón resabiado.

Cuando termina, se levanta, se va a un lado del escenario y permanece quieto, como la cantante de los Punsetes, con los hombros volcados hacia delante, en una eterna postura del que parece estar a punto de volcarse sobre las teclas de un piano aunque no haya rastro de ninguno en 100km a la redonda. 

Salimos todos. La noche es preciosa. Hace una ligera brisa que te obliga a ponerte una chaquetita y que, a los que tienen pelo —no es mi caso— se lo revuelve juguetona. Las conversaciones hasta la entrada, sobre las canciones. Un hombre se queja de no haber identificado la mitad. Porque Dylan las cambia a veces en los directos y porque, como tiene un repertorio tan grande, a ver quién se las sabe todas. "Si hubiera tenido el móvil", dice, "podría haberlo mirado en Shazam". 

Pues también es verdad.

Al llegar a la entrada, todos recuperamos el acceso al teléfono. Todos nos afanamos en contestar mensajes. En ver que ha sido del mundo en las dos horas en que nos hemos olvidado —o vistos obligados a olvidarnos— de nada más que de la música. 

Me sorprende el silencio a mi alrededor. Hay una marabunta de gente silenciosa, el teléfono no hace ruido y nadie presta atención a otra cosa que no sea su pantallita. 

Camino a por la moto, pienso en la soledad. Yo, soltero sin pareja ni hijos, que vivo con la única compañía de una gata y paso 8 horas al día en una oficina sin más gente que los que entran y salen, pero no permanecen, sé lo que es la soledad. Y el silencio que sólo se quiebra por la propia respiración. Sé lo que es temer no escuchar otra voz en varias horas y, a veces, querer ir a un sitio en el que haya bullicio por tener la certeza de que aún se forma parte de la sociedad. Irte a un bar a leer porque el vacío de ese día se ha hecho demasiado grande. 

Vamos, que sé lo que es la ansiedad que siempre acompaña, como estigma, al hombre solitario

Y, precisamente por eso, entiendo la necesidad que todo ser humano, como ente social que es, pueda tener de conectar con los demás, aunque sea mediante un cacharro que ilumine una habitación a oscuras. 

Pero también pienso en la dependencia. En la incapacidad de disfrutar del momento y el lugar. De las oportunidades únicas que se pierden por estar más volcado en lo que podrá ser o ha sido que en aquello que está ocurriendo, justo en ese momento, delante de tus narices. 

Y eso me entristece. Me pone pocho. Qué le voy a hacer.

Lo mismo será que el bueno de Dylan me ha pegado su amargura.

Y, como un bobo sin sombra, me monto en la moto y, camino a casa, canto en un susurro quedo la canción que siempre echaré en falta en los conciertos de Bob. porque, bien  lo sabe él, The Times They Are a-Changin

Nunca hacen otra cosa. 

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