EL REFLEJO EN EL ESPEJO

Hace apenas una semana que ando devorando un libro de Rosa Montero que, por recomendación de una buena amiga, compré en uno de los recurrentes arrebatos consumistas que me asaltan en lo tocante a la literatura. El libro, El peligro de estar cuerda, es una suerte de ensayo sobre la más que posible relación que puede existir entre la creatividad y los estadíos próximos a la locura ―o que la han abrazado por completo para revolcarse en ella como cerdos― y está lleno, casi plagado, de referencias, experiencias y citas de conocidos escritores, artistas y psiquiatras y psicólogos. 

El peligro de estar cuerda, Rosa Montero. Editorial Seix Barral. 

Ni que decir tiene, es una maravilla. Que me lo haya ventilado en apenas una semana no tiene por qué significar algo positivo; de hecho, suelo leer con más celeridad esos libros que me están aburriendo sobremanera, por aquello de pasar el mal trago lo antes posible. En estos casos en los que, cuando llevas 50 páginas ―para mí, frontera que marca el margen de confianza que se debe a dar a todo libro― y ves que aquello no es lo tuyo, sólo quedan dos alternativas: postergar la lectura eternamente y, quizá, dejar el tocho por ahí tirado, acumulando polvo por si, en un futuro, lo retomas, o hacer lo que tocaba cuando, de crío, un plato de comida no te gustaba y no había opción alternativa viable. Es decir, taparse la nariz, cerrar los ojos con fuerza y tragar sin saborear ayudándose de un bendito litro agua ―o dos― para que la comida se convirtiera en una especie de sopa informe y diluida, tan insípida como aborrecible, pero que era mucho más llevadera que su versión, sólida o espesa y consistente, original.

En este caso, ni una pizca de agua he necesitado, oye. Con los ojos bien abiertos. Y con un buen subrayador a mano. Así que, lo primero, cómo no, agradecer la recomendación. Lo segundo, pedir disculpas, el post que voy a plantar ahora difícilmente lo veo ilustrable y, para unos hijos de la publicidad y el eslogan como somos los que perdemos diez minutos en leer un blog, eso supone una pequeña zancadilla, pero, creo, cuando se llegue al final del ―breve― texto, ese traspiés se me habrá perdonado. Si no es así, lo siento de veras.

Entre los mil millones de datos e hipótesis y que aporta Rosa y que le llevan a establecer una serie de conclusiones, destaca, entre otros, la necesidad que tiene la gente creativa de transformar la realidad. De considerar, en ocasiones, que el entorno que le rodea es insuficiente y, para solucionarlo, volcarse en la creación literaria ―el libro se centra en los escritores―, generando, así, un universo más acorde a los anhelos de esa mente insatisfecha. Particularmente, ya lo advierto, no voy a reproducir ninguno de los ejemplos reales que la autora recoge en las trescientas y pico páginas de libro. No me parece honesto por mi parte que una escritora emplee tres años de su vida realizando una labor de profunda investigación para que ahora yo, tan pichi en una tarde de agosto, abra el libro por la primera página que me apetezca, y parafrasee lo que ella cuenta ahí. Será que estoy un poco afectado por las fases previas de mi Tesis ―sigue en pie, ¡viva!― y empatizo en exceso con quien realiza tareas similares o que, simplemente, sigo apreciando el valor de la lealtad con uno mismo y los demás. Eso sí, diré que por el texto pasa toda la pléyade de escritores, músicos, pintores y artistas en general que uno pueda imaginar. Y los que no, también, que a gran parte de ellos no los conocía, pero ya los tengo apuntados para estudiarlos.

En fin, que me pierdo. Como digo, resulta que, según las conclusiones de Montero, escribir es, para muchos, una forma de trasladarse a vidas alternativas. No tanto por el hecho de que aquello que vivan le parezca una realidad mejor, sino, sobre todo, porque llega un momento en todo proceso artístico ―en la Arquitectura, por ejemplo, es bien conocido― en que la labor de creación atrapa más horas de la vida del que la genera que la propia vida, en sí, de ese hombre o mujer. Y no de manera figurada, sino real. Y como tiempo y espacio son un poco la misma cosa, al final, lo que se siente es que uno está más dentro de la obra que fuera de ella

Eso, a mí que escribo poco ―y, seguramente, mal―, porque el tiempo no sobra, no me ha llegado a ocurrir, pero puedo imaginarme cómo actuaría si me dedicación fuera algo mayor y sí me veo, en cierto modo, obsesionado con la escritura

Del mismo modo, habla de otros dos aspectos que me interesan hoy. En realidad, interesarme me interesan todos, pero hay que se concisos. Por un lado, lo que ella llama el Efecto Embudo, una situación que se da cuando, ya avanzada la obra, muchas de las cosas que pasan en la vida real del autor, de repente, se pueden ver como trasladables a las páginas del libro como situaciones que podrían vivir o desencadenar sus personajes. Esto, que tiene que ver un poco con esa confusión de las dos realidades ―la real y la del libro― también está relacionado con el estado de gracia que se alcanza cuando el tono, el ritmo y la voz de la narrativa están conseguidas y, oye, como en una casa bien amueblada, siempre hay hueco para poner algo más, porque todo está tan pensado que parece que un libro nuevo no estorba, sino que se agradece.

Y, por otro lado, está el tema de las obsesiones, de los temas recurrentes. No las obsesiones que cada uno lleve a cabo en su vida, sino que traslade a sus obras. Rosa Montero confiesa que, sin darse cuenta ella de forma previa, un día se topó, por un comentario que alguien le hizo, con que no había libro suyo en que no apareciese un enano. Sabed disculpad que utilice un término hoy un poco en desuso y bastante denostado, pero, salvo que me equivoque, es el que ella emplea y mal del todo no me parece. Pues eso, que en todas sus obras hay gente bajita. En su caso, insisto, de forma totalmente espontánea. Sin premeditación ni ningún tipo de carga peyorativa. 

Teniendo estas tres cosas en cuenta, ya entro en materia. Y entro en materia, no porque yo me considere alguien cuyo bagaje o experiencia escribiendo pueda iluminar a nadie, sino porque, como me supongo el menos especial de los escritores, doy por hecho que cualquiera ―con que sea una persona, me vale― que tenga aliento por juntar palabras para escribir algo con sentido, puede haber experimentado algo similar a lo que viene ahora. 

Porque es una confesión. 

Una confesión de un escritor al que le ha costado horrores decirse a sí mismo en voz alta que lo es y que aún no se atreve a llamarse novelista ―aunque sí novelero― porque eso le parece una categoría especial y superior de los autores a la que aún no se siente preparado a ingresar. Y perdón, de nuevo, por cometer la torpeza de hablar de uno mismo en tercera persona. Eso, niños y niñas, está muy feo. 

Bien, allá vamos. 

Si Rosa Montero no puede dejar de incluir personajes de poca estatura, mis protagonistas ―no sólo de NO, una historia noir, sino de todos mis relatos y textos, publicados o no― son siempre parias. Personajes apartados de la sociedad, en ocasiones convertidos en héroes o mártires de la trama, que alcanzan le preeminencia que, creo, la civilización les roba. Prostitutas, vendedores ambulantes, mileuristas sin estudios, miembros de razas y etnias a las que parte de la población mira de reojo y con desprecio o, directamente, vagabundos. Ya los había en NO, una historia noir. Y los va a haber, si alguna editorial tiene a bien acogerme en su seno de nuevo, en su continuación, Más rápido que la tormenta.

Sé que esto hasta ahora, como canto de honestidad, es un poco basura. Pero paso a paso. 

Voy a centrarme en los últimos. En los vagabundos. Los sintecho. Los mendigos, como se les llamaba antes. Gente que, por hache o por be, han acabado en la calle. No circunstancialmente, no. Para siempre. 

Y mira que se hace largo un para siempre. 

No incluyo aquí a los citados vendedores ambulantes, por ejemplo, ni a los que hacen sus chanchullos y trapicheos para conseguir salir adelante ―no los justifico, ojo―, no. Me refiero a toda esa parte de la población que ha aceptado, irremediablemente, que su horizonte es ese presente de acera, bordillo y cartón. A esos hombres, mujeres y, en ocasiones adolescentes, que, con ojos apagados y sin brillo en la sonrisa, no tienen más perspectiva que la de encontrar una esquina caliente en la que poder pasar una noche fría. 

Sí, ya sé que hay mucha tela que cortar en este sentido. Lo sé. Pero estoy seguro de que, alguna vez, te has cruzado frente a frente con una persona como a las que me refiero y has sentido que un pellizco en tu alma te hacía quedarte helado, mirar al hueco vacío de esperanza que tenías ante ti y has sentido una angustia profunda. Y que, quizá como yo, te has preguntado cómo alguien puede terminar así. Si la administración no tiene suficientes herramientas y mecanismos para evitar estas situaciones o si hay un límite en lo que el estado del bienestar al ayudar a una persona. 

Hace algún tiempo, escribí un texto que se llamaba El síndrome del miembro fantasma, una analogía entre la experiencia que algunos amputados tenían al perder un miembro y la sensación que se apodera de zonas de la ciudad en que un edificio con presencia e historia es demolido. He de admitir que, el hecho de ver día a día al mismo sintecho en el mismo lugar, evadido y haciendo su vida a la espalda del mundo, en cierto modo, a veces me calmaba. Vale, no es lo ideal, desde luego que no, pero, al menos, está vivo. Algo es algo. 

A uno de ellos, que solía estar por la zona de Puente Blanco y que varias veces alcancé a ver con un libro en la mano, alguna vez le regalé una novela. A una señora terriblemente mayor que vendía chucherías en pleno centro, le compré golosinas aunque hace años que no tomo dulces. Y, el otro día volviendo de tomar un par de vinos, me crucé con otro que habitualmente me saluda yendo en bici y que, al ir caminando esta vez, me dio más conversación y, tras una charla muy breve, le terminé dando algo de dinero suelto para que cenara esa noche. 

Pues, del mismo modo que la ausencia de un edificio o una mano genera un malestar mayor o menor en quien se ha familiarizado con ellos, el hecho de dejar de ver a quien habita la calle, a mí me genera desazón. Y lo hace porque tengo un miedo terrible, casi obsesivo, a terminar algún día experimentando una vida así

Hala, ya lo he confesado. No es una impostura, no es un artificio, es una verdad. Quizá la más sincera que haya verbalizado ―por escrito, al menos― en años. Porque, como optimista irreconducible ―disculpas, RAE― que soy, me niego a pensar que nadie pueda tirar la toalla de esa manera si no es por un revés tan enorme de la realidad que te deje sin argumentos ni asideros para tirar adelante. Y, ojo, que de esto, creo, nadie está a salvo. 

Supongo que eso es lo que hace que se conviertan, sin excepción, en parte de mis historias, porque no me gusta la realidad que los aparta y arrincona a callejones vacíos y faltos de higiene ―en unos meses o, quizá, unos años, si algo se tuerce, yo podría ser uno de esos seres que, por despreciados, quedan relegados a margen―. Y, por eso mismo, intento acercarme a algunos y, en la medida de lo posible, tener algún tipo de gesto ―banal, fatuo y breve, seguramente―. Por albergar la esperanza de que, si alguna vez caigo en ese pozo tan profundo del que parece no haber soga de escape posible, sí puedan existir amables caras frecuentes que intenten, al menos, sonreírme. 

A veces, creo, no hace falta más que eso, una sonrisa sincera, para iluminar un día y provocar cambios.

Ojalá sea así. La alternativa, desde luego, es mucho más descorazonadora y, ya lo he dicho, soy un optimista irreconducible ―disculpas, de nuevo, RAE―.


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