LA NAVAJA SUIZA

 

Últimamente tengo el ánimo subido.

La novela que empecé a escribir hace un tiempo va llegando a su fin y, ver que un proyecto así, que surgió de forma relativamente espontánea, se termina, me hace sentir satisfecho.

Sobre todo, porque ha sido mi tercera tentativa en este ámbito creativo. Las dos anteriores, bueno, en un cajón están esperando a que me decida a retomarlas u olvidarlas del todo.

Por eso, porque, quizá, me ciega el exceso de entusiasmo de aquéllos a los que la naturaleza nos ha privado de talento y la vida nos ha robado la suerte, pero que, a cambio, nos hemos convertido en unos cabezones irredentos, he estado curioseando alguna que otra editorial a las que bombardear con mi novelita. Por si, oye, por golpe de fortuna, suena la flauta; aunque sea por error o por casualidad.

Los algoritmos de Facebook, Instagram, Google, Amazon y cualquier otra plataforma que aloje anuncios en Internet deben haberse dado cuenta de cuáles son mis torticeras intenciones y se ha puesto manos a la obra, en modo asedio, con publicidad sobre la edición y la autoedición. Han de intuir estos procesos lógicos de la informática que es muy posible que no tenga el nivel suficiente yo para que lo que he escrito vea la luz, ya que entre los miles de anuncios que estoy recibiendo en estos días, no pocos tienen que ver con cursos intensivos de escritura creativa que, según rezan sus eslóganes, me convertirán en un best seller de la noche a la mañana.

Ojo, best seller como virtud; lo cual es casi un oxímoron.

Scala II, por 'Arquitectura A Contrapelo'

En uno de ellos, un conocido escritor de novela policíaca, Juan Gómez-Jurado, se ofrecía, como no puede ser de otra manera, a guiarme por los secretos de la narrativa, los personajes y las historias. En su publicación, como reclamo, incluía un listado de nombres de reconocida trayectoria literaria que, previamente a escribir su primer libro, se dedicaban a ámbitos muy alejados de las letras.

Haruki Murakami regentaba su propio local de música jazz y copas y sólo invertía en la escritura el tiempo que le quedaba, de madrugada, tras cerrar.

Chuck Palahniuk era mecánico en una compañía de camiones.

J. K. Rowling bordeaba los límites de la pobreza antes de parir al mundo al jovencito mago con gafas más famoso de los últimos años.

Lucía Etxebarria era dependienta de una Fnac y empezó a escribir los primeros capítulos de su novela de debut en los ratos sueltos del café.

No sé –no recuerdo, de hecho– si eran éstos u otros los ejemplos que el autor de la trilogía de Antonia Scott aportaba. Es indiferente, los hay a montones. Y, aunque siempre me ha chirriado esta manía de tratar de convertir la anécdota en norma, por aquello del salto de fe que supone agarrarse a acontecimientos excepcionales como el que se sujeta a un salvavidas en mitad de un naufragio, entiendo que este tipo de proclamas tienen que ver con las técnicas de márquetin de los tiempos en que vivimos.

Qué le vamos a hacer, ésta es la era del clickbait.

Plazas, por 'Arquitectura A Contrapelo'

Sin embargo, este anuncio provocó en mí un pensamiento lateral. Uno que tiene que ver con que hay determinadas profesiones para las que una persona no puede, valga la redundancia, formarse. O, al menos, no como se hace como el resto. No existe la titulación universitaria de escritor y, de existir, dudo mucho que fuera la que mayor nota de corte ostentase o la que más orgullosos hiciera sentir a los padres del bohemio estudiante que la escogiera.

Y esto me llevó, de nuevo, a realizar dos reflexiones. La primera es la obvia: se nos hace elegir demasiado pronto a qué vamos a dedicar el resto de nuestra vida –de estudiante y, si hay suerte suficiente, profesional–. Yo, con 17 añitos –no podía votar, entrar a un pub o beberme una cerveza, pero sí tenía que tener muy claro qué trayectoria laboral tomar–, me decanté, por inercia, por haber crecido rodeado de planos y obras, por la Arquitectura; hoy día, muchos años después, no tengo claro si la decisión habría sido la misma o si hubiera elegido algo más acorde a quien soy ahora.

Y, como consecuencia de esto, y ésta es la segunda deriva, el anuncio también me hizo pensar en arquitectos conocidos y reconocidos que, sin embargo, no tuvieran la Arquitectura como primera opción. Personas que, no siendo el diseño de edificios aquello a lo que, inicialmente, parecían volcar sus aspiraciones, terminaron haciéndolo y destacando sobre la mayor parte de sus contemporáneos.

Rem Koolhaas, arquitecto tan conocido por su trayectoria teórica como práctica, se debatía entre el cine y el periodismo.

Al cine, también, quiso dedicarse inicialmente Aldo Rossi y, a nada que uno tenga cierta sensibilidad, se detectan en su obra rasgos escenográficos evidentes.

César Portela que, curiosamente, colaboró con Rossi en alguna de sus últimas obras, tenía su interés, también, en cine y fotografía.

El archiconocido Noman Foster, por crecer en un barrio sensiblemente pobre, donde acudir a la universidad era una entelequia, estaba casi abocado a trabajos rutinarios y poco creativos y, tras servir en el ejército, trabajó de bedel en el ayuntamiento local y, finalmente, en el departamento de contabilidad del mismo consistorio.

Y, por último y por citar sólo varios ejemplos, de sobra conocido es que algunos de los grandes nombres como Le Corbusier, Frank Lloyd Wright, Adolf Loos, Mies van der Rohe o Louis Sullivan nunca llegaron a titularse en Arquitectura. 

Y, sin embargo, se convirtieron en ineludibles referentes para sus contemporáneos y sucesores.

Hoy en día, esto es impensable.

Hoy en día, para ejercer profesionalmente, no sólo hay que estar en posesión del Grado Universitario correspondiente sino que, además, se exige, al menos, un máster.

No me parece nada mal, conste, pero, como diría Dylan, The Times They Are A-Changin'.

Tanto es así que, con frecuencia, un arquitecto, actualmente, y sobre todo si es una persona de naturaleza inquieta, debe tener amplitud de miras y no centrarse, exclusivamente, en el desarrollo de propuestas edificatorias con visos de ser construidas. 

Viviendas sociales en Valdezorras, por 'Arquitectura A Contrapelo'

Si yo esto lo tenía más o menos claro hace tiempo, tras la ponencia del pasado viernes 25 de Febrero de Pedro Mena [@pmenaarqto], miembro de ‘Arquitectura a Contrapelo’ [@arqacontrapelo], salí absolutamente convencido de que no hay otra actitud posible para el ejercicio de la profesión hoy día.

Si uno echa un vistazo a su web, comprobará que el joven estudio sevillano tan pronto diseña una casa de autor [Casa para Aitor], como desarrollan juegos de mesa. O se dará cuenta muy rápido de que invierten tantas ilusiones, ganas y cuidado en plantear propuestas de vivienda social [Valdezorras] como en generar programaciones culturales tipo Cine Club o centrarse en procesos de maquetación de revistas de Diseño y Arte.  

En fin, que lo mismo te valen para un roto que para un descosido.

Y, ojo, esto es lo importante, sin pensar que ningún proyecto es menor –aunque, obviamente, pueda ser de más bajo rédito económico y mediático–. El esmero con el que se plantea cada una de sus propuestas, lleguen, además, a concretarse o no, revela un cariño extremo por la profesión, al entender que ésta no es sólo una vía para ganarse el sustento, sino una forma de entender la vida.

‘Arquitectura a Contrapelo’ entiende, o eso interpreto yo, que no existen procesos lógicos de diseño diferentes en función de que el objeto o producto a desarrollar sea una vivienda, un tangram o un póster. El acto creativo es, intrínseca y objetivamente, el mismo, sólo que adaptado a la escala, trascendencia y presupuesto del que se disponga. Y, por eso mismo, desarrollar una exposición, un artículo de investigación o un bloque de viviendas han de ser, necesariamente, proyectos igualmente demandantes y relevantes.

De ahí que en todo su grafismo se aprecie una homogeneidad y un gusto y trato exquisitamente delicados y cuidados.

Tengo que reconocer que, antes de toparme con el cartel de la charla, este trío de arquitectos no me eran conocidos –fallo mío, sin duda–, así que lo primero que hice tras ver la convocatoria, fue recorrerme, de cabo a rabo, su web.

Me desconcertó, pues no era yo consciente del ámbito de trabajo del estudio, encontrarme con tan reducida producción construida, así que, al ver que sólo tenían una casa diseñada, me puse a estudiarla con calma. 

Casa para Aitor, por 'Arquitectura A contrapelo'

La Casa para Aitor, de la que ahora soy firme enamorado, es un proyecto extraño.

Y digo extraño no por su resultado, sino por sus orígenes y motivaciones. Aitor, el dueño, es una persona muy interesada por todo lo que tenga que ver con Japón; de irse para allá de cuando en cuando y, a su regreso, incorporar ciertos aspectos de la vida nipona en su día a día. Así, a la hora de plantear el diseño de su propia vivienda, propone combinar rasgos de la Arquitectura más andaluza –el patio, el uso del agua…– con otros heredados de la vivienda japonesa –búsqueda de una necesaria intimidad cerrándose en lo posible al exterior, control muy cuidado de la luz…– y con otra serie de requerimientos de su interés –disponer de dos cocinas en una vivienda de tamaño medio, incorporar una piscina en cubierta…–.

El resultado es una vivienda maravillosa. Una maravillosa casa de autor.

O, mejor dicho, una casa de cliente. Porque se trata de una vivienda diseñada a la medida de su habitante. De su habitante, además, congelado en el tiempo y el espacio en unas circunstancias y rutinas que pertenecen al hoy, pero de las que no hay garantías que perduren en el mañana.

Y este pensamiento, que ha venido a mi cabeza en varias ocasiones en esta semana, me ha dado para varias reflexiones.

Por un lado, la labor del estudio es impecable. Ajustan el proyecto a las necesidades del habitante, produciendo una obra en la que, si no supiéramos sus motivaciones, habría rasgos que podrían llamarnos la atención pero que, desde luego, contemplaríamos como un proyecto sobresaliente.

Y, por otro lado, la vida futura de la vivienda

'La conservación de la casa moderna como patrimonio', por Teresa Carrau Carbonell

Teresa Carrau Carbonell, en su tesis doctoral y en el libro que de ella se originó, planteaba cómo muchas de las viviendas icónicas surgidas desde el Movimiento Moderno hasta nuestros días, han tenido y tienen muy complicada supervivencia; sobre todo, si pretenden seguir siendo utilizadas como edificios habitacionales. Analiza, con  bastante detalle y rigor, cómo la mayor parte de esos proyectos icónicos –que lo son, entre otras cosas, por responder no a usuario anónimo tipo, sino a un propietario muy peculiar y concreto–, conforme avanzan los años, si no terminan convertidos en los museos o edificios institucionales de los arquitectos que las produjeron, al ser heredadas, vendidas o alquiladas, sufren en su diseño y configuración serias modificaciones que cambian irremediablemente los motores proyectuales que las impulsaron.

Y eso si es que han sobrevivido ya que, en el peor de los casos, algunos de esos proyectos ejemplares sólo son visitables mediante hemerotecas. Es lo que ocurre con la Casa Guzmán de Alejandro de la Sota.

Y es que, claro, si pensamos, por ejemplo, en la Casa Varela, también de De la Sota, con sus catorce camas en tan sólo 115 metros cuadrados, entenderemos que, en el momento en que esta vivienda cambia de dueños, necesariamente habrá de ser modificada. Que quizá empiezan a sobrar camas y a faltar otras estancias. Y, entonces, el dueño la interviene. Y puede –de hecho, casi con toda seguridad así sucederá– que el resultado de la intervención dé al traste con la obra original.

Simple y llanamente porque la obra original no es, en absoluto, compatible con su nuevo habitante.

Habría que plantearse, entonces, si tiene sentido o no apropiarse de una vivienda de la que, de lo original, al final, quedará poquito.

Casa Guzmán, de Alejandro de la Sota. Imagen de José Hevia.
 

Pero ése es otro cantar.

Yo, como todo arquitecto, tengo en mente las trazas del que sería mi proyecto de vivienda propia. Un maremágnum de espacios concatenados sin divisiones practicables, que se organizarían en función de mobiliario y los objetos relacionados con las actividades que en cada ámbito se llevasen a cabo. Algo muy industrial, muy poco compartimentado, más próximo a la colonización cambiante de la superficie disponible que una vivienda con una configuración clara y rígida.

Y, pensando en eso, me preguntaba yo, si, en un determinado momento, teniendo esa vivienda en propiedad –ojalá Dios–, mi vida daba un giro radical que me obligara a venderla, a qué cabeza loca le iba a poder interesar una casa que no sería más que el reflejo de mis rutinas, hábitos e intereses.

Sería mucho más complejo de prolongar la vida de esa peculiar vivienda que la de un piso de tres habitaciones al uso de cualquier centro urbano. En el mejor de los casos, quien la comprase lo haría con la intención –optimista y voluntariosa, pero igualmente cruel con la esencia– de transformarla.

Y, de nuevo, llegó la reflexión evidente. Ésa que hace referencia a la necesidad de catalogar y proteger, también, los proyectos sobresalientes de Arquitectura contemporánea. Sinceramente, creo que éste debe ser uno de los caballos de batalla de la profesión en los años futuros. Entender que una obra de Arquitectura no sólo es memorable y, por ello, necesariamente conservable, por el valor de los años que atesore, sino por las virtudes y cualidades propias que en su diseño se encuentren.

Aunque fuera diseñada hace dos tardes, hablando mal y pronto.

Una vez más, los arquitectos debemos protagonizar la necesaria labor pedagógica que nos haga comprender, a propios y extraños, este punto que, a nada que se reflexione sobre él, parece evidente.

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