ARCILLA EN LA GARGANTA

 

Las fechas importan. Y los aniversarios, más.

Por mucho que intentemos quitarle hierro al asunto, por mucho que nos esforcemos en decir que no, que los días señalados son, en el fondo, sólo uno más, no es verdad. Porque las conmemoraciones pesan y, para bien o para mal, y aunque a veces sea de forma inconsciente, te obligan a reflexionar.

A hacer examen de conciencia.

A valorar qué es lo que ha cambiado –si es que algo ha cambiado– y por qué. Si nos sentimos cómodos con esas modificaciones y si, de hecho, nos han llevado a estar en un lugar mejor o peor. O, incluso, si estos cambios han sido motivados por nuestra voluntad o sólo nos hemos sentido arrastrados por acontecimientos que están muy por encima de nuestro control.

Yo, personalmente, la pasada semana la viví con altibajos. Momentos de tranquila satisfacción alternados con días más tristones, más blue. Daba por hecho que estos bajoncillos estaban provocados por un exceso de trabajo y actividad –del que yo no soy consciente por estar habituado a él, pero que es, seguramente, superior al recomendable– y por un cambio a gris del tiempo que, para alguien como yo, que necesita Luz y Sol a todas horas, supone que los días parezcan sonreír un poco menos. Como si uno viviera inmerso en una canción de Ismael Serrano.

No fue hasta el viernes pasado, que un cliente me comentó que ese día se cumplían dieciocho años de los trágicos atentados de Atocha, cuando caí en la cuenta de que la efeméride era poco halagüeña. No cabe duda de que, al igual que ocurriera con los perpetrados en Nueva York –cometidos contra los que, posiblemente, fueran unos de los edificios más icónicos de la ciudad–, estos actos terroristas provocaron, a la postre, además de un desamparo en toda una sociedad que se sentía a sí misma como demasiado vulnerable, una toma de conciencia sobre las nuevas vías que el terrorismo contemporáneo estaba dispuesto a utilizar.

Vías crueles, indiscriminadas, retorcidas y sanguinarias.

Métodos que, claro está –y esto cualquiera que viaje mínimamente lo habrá comprobado hasta normalizarlo–, han supuesto un cambio radical en la forma en la que nos comportamos en determinadas situaciones.

Quiso la fortuna, en un giro macabro del destino, que también por esas fechas se declarase en nuestro país el estado de alarma provocado por la Pandemia COVID y todo lo que ésta ha traído –y sigue trayendo– consigo. No creo que sea necesario ahondar mucho más en lo que ha supuesto este acontecimiento –que se prolonga ya más de dos años en nuestras vidas– y en cómo nos ha movido a ser una sociedad menos afectiva, más distante y, en cierto modo, más desconfiada y vigilante del prójimo.

Y, como no hay dos sin tres, hace escasos días, nos despertamos con la noticia de que el mundo vuelve a estar en guerra. Los que pensábamos que las batallas de nuestra era se librarían en el campo de las redes interconectadas, los datos y el mundo web, nos hemos dado de bruces con una realidad tozuda que nos enfrenta al hecho escalofriante de que siguen existiendo, en el mundo, dirigentes que anteponen sus ambiciones a las vidas de los pueblos vecinos.

Y del propio.

Personas cuyo ego y determinación suponen la muerte de centenares, en el mejor de los casos. De millares, en el peor.

Yo soy una persona de naturaleza obsesiva. No de manera compulsiva, pero sí algo intensa. Y, además, tiendo a contagiarme de estos momentos de desconsuelo. Supongo que, pese a ser frío en el trato, en el fondo, empatizo mucho con las situaciones trágicas de las que soy consciente.

Los Jardines de La Copera, obra de Tomás García Píriz. Imagen de Fernando Alda.

Por eso, precisamente, envidio mucho a aquéllos que son optimistas incorregibles. Personas a las que, sí o sí, siempre vas a ver sonriendo. O buscando the bright side of life. Hombres y mujeres que, por más penurias que pasen, las viven, con su sufrimiento, obviamente, pero sin hundirse en un pozo de miseria en el que estaría perfectamente justificado que se enterrasen.

Quizá, por eso precisamente, he elegido como tema de Tesis Doctoral, algo que tiene que ver con Alejandro de la Sota. Porque si una cita hay, en Arquitectura, que me enamore y a la que aspire constantemente, es ésa del maestro gallego que versa sobre la cualidad casi recreativa del Arte de Construir y Diseñar.

“[…] Me gustó siempre hablar de Arquitectura como divertimento; si no se hace alegremente no es Arquitectura. Esta alegría es, precisamente, la Arquitectura, la satisfacción que se siente. La emoción en Arquitectura provoca sonrisas, da risa. La vida no.”

Alejandro de la Sota. Imagen de la Fundación Alejandro de la Sota.

Supongo que, ya que uno se va a tirar entre cuatro y siete años dale que te pego a un tema, mejor será negociarlo con alguien –en vida o ya desaparecido– que tiene un planteamiento tan positivista de la profesión.

Por estas serendipias que tiene la vida, el pasado viernes 4 de Marzo, en su charla, dentro del marco de la asignatura de Miradas Cruzadas, Tomás García Píriz sacó a colación a Dela Sota. Por ése otro aforismo en el que el diseñador venía a decir que los arquitectos somos –o son, no sé– gente que intenta, en los proyectos, dar, no sólo lo exigido, sino algo más. 

Dar liebre por gato, que recitaba él.

Obviamente, se estaba refiriendo a una abstracción del profesional que existe, no cabe duda, pero que tampoco es la norma; sólo hay que recorrer cualquier calle de una ciudad para comprobarlo. Pero este arquitecto tipo, que responde a la idealización del buen trabajador, es, sin duda, el epítome al que todos debemos ambicionar, sea cual sea nuestro campo de acción.

Tomás, por su parte, creo que lo ha logrado sobradamente.

El Muro, obra de Tomás García Píriz. Imagen de Fernando Alda.

El joven arquitecto sorprende, no sólo por su cercanía y proximidad, sino, sobre todo, por su entusiasmo y energía. Cosa, que, además, se contagia. Tanto que pudiera parecer que ejercer la labor de Arquitecto es algo sencillo, algo que tiene que ver con asuntos y planteamientos que se pueden resolver sobre la marcha cuando, en realidad, la mayor parte de los proyectos que plantea, independientemente de su escala, surgen de acciones que, para nada, son simples o elementales.

Agencia de Comunicación Babydog, obra de Tomás García Píriz. Imagen de Fernando Alda.

Desde luego, no lo es descabalgar los lienzos de ladrillo que fragmentan un piso mediante arcos poligonales o curvos y reforzar estructuralmente los mismos, como hace en los proyectos El Muro o la Agencia de Comunicación Babydog. O disponer, en el interior de una nave industrial situada en un polígono tan anodino y anónimo como cualquier otro, de una sede empresarial en la que se produce una hibridación entre los procesos agrícolas e industriales y donde la recepción y atención a los clientes se lleva a cabo en una sala que flota, sostenida por estructuras inspiradas en las triangulaciones de los secaderos de la Vega granadina, sobre los espacios de trabajo del resto de la plantilla.

Escuela de música Gabba Hey!, obra de Tomás García Píriz + Cuac Arquitectura. Imagen de Fernando Alda.

O, en intervenciones donde el hormigón es la materia de proyecto, realizar una sala acústica sin juntas, que termina por convertirse en la evidente protagonista de un proyecto discreto pero que, encerrada en una bajo acristalado, parece reclamar la atención de cualquier viandante al ser, a un tiempo, uso y propaganda de la escuela de música Gabba Hey!

Casa Cultivo, obra de Tomás García Píriz. Imagen de Javier Callejas.

O cuando la vegetación toma el control, como ocurre en la Casa Cultivo o en los Jardines de la Copera, darle la relevancia que ésta ha de tener, aunque este proceso suponga una suerte de mimetización de la realidad arquitectónica construida. En el primer caso, convirtiendo la vivienda en una sucesión de planos inclinados que separan el mundo de lo habitable de la realidad pública y expuesta, que se transforma en un continuo huerto y espacio de esparcimiento. En el segundo, llegando a transformar un entorno poco apetecible en una suerte de oasis negro y amarillo en el que disfrutar de conciertos y actividades musicales.

Y logrando, en ambos casos, que la materialidad esté dotada de un protagonismo y preeminencia propios, que hacen que no sólo los espacios sino, también, los límites que los flanquean, gocen de impronta y personalidad.

No obstante, y como digo, no son tanto los proyectos lo que me interesó de la charla, como la actitud hacia la profesión. Se trata de una mentalidad activa y enérgica. Positiva y propositiva. Optimista y, en cierto modo, mágica. Que parece no haber olvidado las penurias del estudiante de último curso, ésas que nos hacen estar cansados de una titulación bellísima, pero, también, durísima. Escuchar a Tomás, es poner atención a un hombre que sigue creyendo en las posibilidades de la Arquitectura de cambiar el mundo; o, al menos, la parcela del mundo sobre la que podemos intervenir. En el fondo, no deja de ser una persona que no ha perdido, creo, el optimismo del alumno de primer curso, pero que, no sólo está dotado de un talento sobresaliente, sino que, además de una creatividad importante, posee un conocimiento que no le anda a la zaga.

Sólo así, esas intervenciones que, en principio, pueden parecer disparatadas y harían que cualquier profesor de proyectos se tirase de los pelos –si aún los conserva– o se relamiese preparando la airada bronca por la locura planteada, se lleven a cabo y se conviertan en obras de Arquitectura de solvencia y nivel.

Personalmente, me interesó mucho un proyecto menor, The Wall of the Sea. Se trata de una instalación temporal alojada en las actuaciones Festival de Diseño Urbano Experimenta Pontevedra de 2018. Una estructura sencilla de tubos metálicos que, en su interior, aloja una serie de redes de pesca y luminarias, provocando juegos de luces y sombras que recuerdan escenas marinas.

The Wall of the Sea, obra de Tomás García Píriz Cuac Arquitectura. Imagen de Fernando Alda.

Insisto, se trata de una intervención discreta, menuda. Pero, como la contaba el propio Tomás, que encaja en las citas de Sota antes referidas. Horas extendiendo las redes hasta bien entrada la madrugada; disponiendo las luminarias, aquí y allí, persiguiendo hacer florecer bestias y flora marina; cansancio acumulado de aquél que se debate entre dejarlo estar o dejarse llevar por el entusiasmo para seguir un poco más. Como digo, la actitud del estudiante novel en un arquitecto ya hecho, eminente y prominente, pero que sigue mirando a la vida con ilusión y ambición de mejora.

Supongo que la obra me gustó, no sólo por lo que ella es en sí, sino porque me retrotrajo, mentalmente, a tiempos pasados. Mejores, quizá, no lo tengo claro, pero, desde luego, sí más relajados y tranquilos.

Durante el último curso de asignaturas, y antes de meternos de lleno en el suicidio colectivo que es encarar un PFC, junto con Julio Palma e Inma Navarro, me lancé a hacer concursos de Arquitectura. Los que fueran. Estábamos sobrados de ganas y tiempo. Y ellos dos, además, de talento; yo, por mi parte, para compensar la falta de éste, aportaba toda la cabezonería que podía.

Quiso la suerte que, en una convocatoria en Málaga, eligieran nuestras dos propuestas entre las 10 finalistas. Esto suponía estar una semana alojados y becados por la Diputación a fin de construir un prototipo de alojamiento mínimo –minimísimo, de hecho– valorado en 1.000€. Nuestras dos obras, junto con 8 más, formarían parte de una exposición temporal que duraría un mes.

Habitar el Aire era una propuesta de refugio. Una construcción de acero, brezo y madera que colocar, sin dejar huella en el lugar, donde se estimase necesario. Un mirador donde nos desquitamos de los malos ratos estudiando estructuras para parir un voladizo de dos metros. 

'Habitar el Aire', junto con Inma Navarro y Julio Palma, Navarro Palma Arquitectos.

EnCaja_2 –toma juego de palabras–, por su parte, suponía generar habitáculos transportables, enganchables al remolque de un coche, que se pudieran combinar entre sí o con otros del mismo tipo para establecer asentamientos temporales.

'En_Caja2', junto con Inma Navarro y Julio Palma, Navarro Palma Arquitectos.

Visitando las fotos de los prototipos, uno se pone melancólico. Recuerda momentos pasados. Evoca dónde estaba –personal, profesional y emocionalmente– entonces y dónde se encuentra ahora.

Nos veo más jóvenes y, al menos a mí, más ingenuo. Menos revenido.

De entre todas, destaco una imagen, una de Inma pensativa, con la mirada perdida –cansada de tanto montar el cacharro–, pero, en cierto modo, en inquieta calma. Descansando, pero no rendida, sino recuperándose. 

Inma Navarro sobre el artefacto 'Habitar el Aire'.

Y me planteo, ahora –decido, de hecho–, que ésta, junto con la de Tomás, han de ser mis únicas dos versiones de ahora en adelante. Las dos caras que ofrecer el mundo y sus vaivenes.

La positiva, propositiva, esperanzada y enérgica de Píriz y la reposada, latente y serena pero inquieta de Inma.

Que lo consiga o no, ya será otro cantar, pero, como poco, el primer paso –el examen de conciencia–, ya está hecho. El propósito de enmienda, veremos a ver.

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