LAS IDEAS, LA CUEVA Y LA MÚSICA
A veces tengo la sensación de que siempre llego tarde a todo.
No de forma literal,
que también, lo que me hace estar, constantemente, edulcorando excusas que sólo
intentan disculpar una personalidad que, por más que madrugue, siempre intenta
sacar a cada minuto el máximo rendimiento hasta que lo desborda por completo.
Pero, no, a lo que
aquí me refiero no es a una impuntualidad crónica, sino al hecho de realizar
determinadas tareas o vivir según qué experiencias cuando ya han pasado de
moda. Cuando ya no toca. Cuando, se supone, pertenecen a otra época o a otra etapa
vital.
Rara vez leo el libro
que ocupa un escaparate y en pocas ocasiones me preocupan las series que se
están emitiendo, justo ahora, semana a semana, en televisión.
Esto, que a uno le
hace, a veces, parecer, en el mejor de los casos, un outsider o, en el peor, un paria,
no siempre tiene sólo connotaciones negativas. Porque hay determinadas
vivencias que se disfrutan –o padecen–, por lo general, con demasiada premura.
A veces, cuando en la
vida nos enfrentamos a volantazos que no vemos venir, conviene levantar el pie
del acelerador. Incluso, detener el coche por completo. Revisar motor y chasis
y, una vez estamos seguros de que, más o menos, todo está en su sitio y
dispuesto a dar lo mejor de sí, volver a agarrar el volante con un rumbo
concreto.
Esas revisiones cada
uno las hace a su manera. A mí, este verano, me dio por hacer un viaje
solitario.
Porque sí, porque ¿por qué no?
Esto, cualquier estudiante
universitario, a día de hoy, lo hace en segundo de carrera cuando se marca un Erasmus del que, o vuelve cambiado, o no
vuelve y emprende una nueva vida en otro país.
Yo lo he hecho, por
primera vez, con el doble de edad. Como digo, yo soy más contenido. Más
lentillo.
Impuntual para estas
cosas.
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Imagen del usuario de Flickr: Daniel Hajduk |
El destino, por vicisitudes
que no vienen al caso pero que, de alguna manera, me hacían sentir que cerraba
un círculo, tenía que ser Portugal. Oporto, más concretamente.
Me venía de perlas,
además, no salir de la península, por aquello del COVID. Si la cosa se ponía
más turbia de la cuenta y se cancelaban vuelos, siempre podría alquilar un
coche o montar en un bus. O liarme la manta a la cabeza y hacer autostop.
Total, ya puestos a
experimentar, qué más da.
Cuando un arquitecto –o
alguien que ha estudiado Arquitectura, que, aunque se parece, no es lo mismo–
decide viajar, normalmente no elige el destino según los mismos criterios que
alguien que no haya dedicado varios años de su vida a estas materias. Los
edificios contemporáneos nos pueden, hay que asumirlo, y, aunque también
entraremos y saldremos de iglesias, museos y castillos de más de tres siglos de
antigüedad, lo que, en realidad, queremos ver son todos esos proyectos que
hemos memorizado mil veces en clases de Composición.
Esas realizaciones de apenas cincuenta años de edad –o menos– que nos hemos
hartado a recorrer en nuestra imaginación mientras deslizábamos el dedo índice
por un plano.
Pensar en Oporto es,
pues, pensar en Siza. En Távora. En Mendes da Rocha y Souto de
Moura. En Cannatà e Fernandes y
en Parqur Arquitectura.
Pero, también, y muy
especialmente, es pensar en OMA y Remment Lucas ‘Rem’ Koolhaas.
Y en su maravillosa ‘Casa da Música’.
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Imagen de Philippe Ruault |
Al encarar –siendo aún
apenas un adolescente imberbe recién coronado con la mayoría de edad– los
primeros cursos de proyectos hay un concepto, casi una entelequia hecha palabra,
que no para de rondar por la cabeza. No sólo porque se es un yogurín y, por lo
tanto, irremediablemente auto-fascinable, sino porque, también, los propios
profesores contribuyen a ello hasta convertirlo en un mantra casi vacío de
concepto.
La idea mortriz. O
generadora. O como se quiera adjetivar.
Esa fuerza oculta que
cada arquitecto, se supone, ha de encontrar en las huellas de la trama urbana y
que, a la postre, servirá de guía durante el proceso de diseño.
La IDEA, así, con mayúsculas.
La maldita IDEA.
Del gigantesco
proyecto concebido por el neerlandés suele decirse que fue imaginado como un mayúsculo
asteroide que hubiera caído de la nada sobre el suelo portugués generando, así,
una suerte de cráter en el firme. Un edificio casi friki, extraño, amorfo, cambiante, indefinible y controvertido. Un OVNI construido y recorrible que hubiese
aterrizado en mitad de la ciudad lusa generando polémica y, en principio,
polarizando la opinión pública.
Si bien es cierto que
la metáfora puede ser interesante y hasta divertida, no deja de ser, asimismo,
desconcertante que un proyecto, a la postre, tan redondo, se sustente sobre
premisas algo ligeras. Y es que esa IDEA
de la que hablaba antes, que parece pertenecer, en todo momento, al mundo de lo
Divino y Sacro, a veces, necesita traspasar el escudo de la herejía.
Y, en cierto modo,
Koolhaas, así lo hace.
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Usuario de Flickr: Wojtek Gurak |
Ideada en el marco del
‘Oporto 2001-Capital Europea de la Cultura’
el proyecto nace con la voluntad de ser un agitador cultural. Un contenedor de
arte en el que habrán de residir, de forma permanente, la ‘Orquestra Nacional do Porto’, la ‘Orquestra Barroca’ y el ‘Remix
Ensemble’; y que, además, había de tener un marcado componente social y
didáctico. Ante una premisa tan revolucionaria, tan ajetreadora y que, de forma
tan clara, busca hacerse notar, convertirse en icono y reivindicarse, no cabe,
para aquél encargado del diseño, recurrir a la estrategia del avestruz. De
hecho, el equipo de OMA, en este caso, lleva la significación arquitectónica a
la hipérbole más absoluta.
Y, así, conciben un
edificio que, si bien exteriormente y a primer golpe de vista, puede parecer
caprichoso, egocéntrico y hasta un SandCrawler
de Star Wars, cuando se lo estudia
con calma, se revela ajustado al programa que ha de cumplir.
Y más aún.
Porque participa de la
vida urbana, cosa, a priori, descartable en un auditorio, al generar un amplio
espacio público en todo su alrededor. Uno que, además, puede acoger actividades
tanto compatibles con la vida de la ‘Casa da Música’ –conciertos al aire libre que usan las fluctuaciones del suelo
como graderío– como otras poco recomendables para unos espacios interiores que
necesitan del máximo aislamiento exterior –el suelo de la parcela no ocupado
por el edificio es empleado, a diario, como improvisado en origen, pero ya
irremediablemente asentado, Skatepark–.
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Imagen extraída de la Web 'Arquitectura y Diseño' |
El material designado
para configurar su geometría no es, en absoluto, una elección caprichosa. Portugal,
muy seguramente, sea el país europeo donde, de manera contemporánea, mejor se
utiliza la piedra en Arquitectura. Raro es el edificio que, aquí o allá, en las
jambas de las ventanas o en los almohadillados de las esquinas, no lo emplee.
De forma, además, absolutamente elegante y moderna. Si a esta tradición, hoy
convertida en seña de identidad, le añadimos la imbricada anatomía del
proyecto, parece irremediable recurrir a la más maravillosa de las piedras en
construcción. La artificial, claro está, el hormigón. Esa suerte de sustancia
cohesiva que, parafraseando a Rafael Guastavino, mejor imita a la Naturaleza.
Así surge una mole
achaflanada, truncada, quebrada que, en principio, parece ser rotunda, opaca y
ajena a todo cuanto ocurre a su alrededor. Como hemos dicho antes, un OVNI que
se asienta en la ciudad, con un toque de soberbia y extrañeza, y la contempla,
en apariencia, manteniendo las distancias con sus ajetreos y sus rutinas.
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Imagen del Usuario de Wikimedia: Pavel Krok |
Al adentrarnos en lo
inabarcable surge la idea de lo telúrico. La cueva y el laberinto. El giro
sobre uno mismo. La ausencia, casi obsesiva, de paramentos paralelos. Esto, que
puede, de nuevo, parecer un capricho –y que, en cierto modo, en parte lo es–
responde, también, a factores acústicos que pretenden reducir el nivel de eco
en unas superficies limpias y desprovistas de materiales absorbentes. Así pues,
escasos son los planos interiores que no convergen o divergen. Hasta las
escaleras –salvo las mecánicas– tienen esa obsesiva persistencia en aumentar su
ámbito conforme las subimos o las descendemos.
Y aquí es cuando uno
se da cuenta de lo que, realmente, significa el talento.
Y la intuición.
Porque resulta
absolutamente imposible concebir que un igual, alguien de nuestra misma especie
y, por lo tanto, dotado de similares atributos a los nuestros, haya imaginado
todos y cada uno de los recovecos interiores de un edificio en el que las
vigas, losas y pilares se cruzan en encuentros imposibles generando, siempre,
imágenes que nos sorprenden y fascinan.
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Imagen de Philippe Ruault |
Que nos provocan esa
sonrisa que, como bien decía Alejandro de la Sota, sólo puede provocar la
Arquitectura.
Es justo al mirar hacia
aquello que está sobre nuestras cabezas y comprobar cómo dos elementos lineales
–que no terminamos de saber si son viga o soporte– se cruzan con la elegancia de
una pareja de baile, cuando comprendemos que, aunque se pueden tener los mejores
ingredientes, sólo un maestro cocinero sabrá sacarles todo el partido.
Y, aquí, en este
proyecto, Koolhaas iba sobrado de Estrellas
Michelín.
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Imagen del Usuario de Flickr: Javier |
Y, de repente, un
ventanal inmenso enmarca una vista de la ciudad. Un gigantesco paño de vidrio
que nos permite mirar al exterior y que, de forma recíproca, invita a la urbe a
formar parte de la música. Un plano transparente que nos aleja de la caverna de
Platón, que nos hace caer en la
cuenta de que el Mundo de las Ideas,
aquí, se hace carne –o piedra– y se presenta ante nosotros como la más Tangible de las realidades. No es éste,
como pensábamos al llegar, un auditorio egocéntrico y aislado de su proximidad
urbana, sino todo lo contrario: finalmente, termina convertido en un
multifacetado mirador desde el que espiar los barrios y gentes de Oporto.
Luego acudirá la
experimentación y la innovación. Las cortinas solidificadas en curvas
ondulaciones que cerrarán los extremos menores de la Sala Principal. Las
posibilidades infinitas que ofrece la Sala Menor, en la que ni tan siquiera el
escenario está fijado en una determinada posición y, por tanto, se puede
desmontar al antojo de los concertistas. Y las pequeñas Salas Naranja y
Púrpura, donde los niños pueden aprender que la música es, a fin de cuentas,
otra forma de jugar, y allí podrán deslizarse por pareces que se convierten en
improvisados toboganes o, mediante cámaras kinéticas, transformar sus movimientos
en bases musicales.
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Imagen del Usuario de Flickr: Porto Convention & Visitors Bureau |
Los azulejos, en un
edificio portugués, no pueden faltar, pero se emplean aquí de forma totalmente trasgresora.
Mediante juegos de percepción visual en paños decrecientes para generar, así,
desconcertantes imágenes que harían suspirar a Rudolf Arnheim.
Me quedé con las ganas
de ver, eso sí, el giro final, la última broma de Koolhaas: la terraza del
bar/restaurante de la azotea que, justo al contrario de lo que haría cualquier
arquitecto en su sano juicio, decide ser recogida y no abrirse descaradamente hacia las vistas del mundo circundante.
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Imagen de Imagen de Philippe Ruault |
Pude, eso sí, disfrutar
de un más que agradable expresso en la cafetería de la planta baja. Por 80
céntimos, además.
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Imagen del Usuario de Flickr: Mark Quilter |
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