CON PRISAS Y SIN CAUSA

 

Llevamos unas semanas movidas por Granada.

La Tierra parece estar revelándose ante nuestras rutinas –más pasivas, conformistas y aburridas de la cuenta– y, en forma de temblores reiterados, golpes de fragmentos de corteza que se deslizan o chocan entre sí, nos hace ver que eso de acomodarse a una determinada situación no va con el sino de los tiempos.

Que, si de algo puede uno estar seguro ahora mismo, es de que no hay certeza alguna. Ni posibilidad de atisbarla en el horizonte.

Si venimos de un año ya de por sí traumático, revelador y casi sádico, justo cuando recibimos con alegría la llegada de uno nuevo pensando –oh, bendita inocencia– que ya hemos pasado bastante y que, casi con toda seguridad, las cosas sólo pueden ir a mejor, nos damos de frente contra una certeza tan tozuda como cruel.

'Localización de sismos recientes en la provincia de Granada'. Fuente 'Instituto Geográfico Nacional'.

El estado de la realidad no va a virar de forma inmediata, ni siquiera próxima. No te imagines a ti mismo realizando alegremente aquellas actividades menores que, en su momento, casi no valorabas por considerarlas insustanciales, monótonas y comunes y que hoy echas de menos como se recuerda con nostalgia la brisa marina de la última tarde de agosto en la costa cuando se ha de volver al trabajo tras unas vacaciones estivales siempre demasiado cortas.

Es ahora cuando, para bien o para mal, nos damos cuenta de que nuestros anhelos son sólo eso, infantiles deseos que, partiendo de una verdad tangible, vuelan, crecen y se escapan de nuestro poder y alcance para transformarse en un sueño excesivamente halagüeño y, por tanto, inalcanzable.

Y han sido las Filomenas, los asaltos al Capitolio estadounidense y, en última instancia, los meneos sísmicos del sur de la península los que nos han hecho caer en la cuenta de que, si esperábamos con alegría vislumbrar un rayito de esperanza en el horizonte, lo mismo tenemos que seguir cerrando los ojos a la verdad en aras de imaginar un futuro teñido del grisáceo del desencanto en que parecemos habitar mientras continuamos depositando ciega confianza en un porvenir más esperanzador.  

Que llegará, claro, pero a saber cuándo.

Y, como, si de algo va sobrado el ser humano como sistema vital, es de una terrible –superlativa, de hecho– capacidad de adaptación, no sólo nos hemos forzado a acostumbrarnos a las medidas y restricciones impuestas por las autoridades competentes sino que, en un alarde de curiosidad e inquietud dignas de elogio, nos hemos preocupado, y muy seriamente, por interesarnos a son de qué se estaban sucediendo, entre otras cosas, los temblores que tan alegremente han perturbado, literalmente, nuestro día a día.

Seguramente hayamos repetido hasta la saciedad conceptos que no entendamos o que, si bien más o menos comprendemos, con dificultad podemos dominar con la seguridad y soltura con la que sería conveniente emplearlos.

Sabemos lo que es un enjambre sísmico, entendemos las diferencias existentes entre las distintas escalas de medición y catalogación de terremotos y, faltaría más, vamos sobrados de recomendaciones de actuación por si la mala fortuna nos pilla en un momento delicado cuando toda la casa se pone a temblar de lado a lado como si al edificio por completo le hubiera dado por moverse al ritmo del baile del pañuelo.

Yo tengo la suerte de vivir en un carmen incrustado en la montaña. En el nivel más inferior del mismo, lo que convierte mi apartamento –pequeño y manejero– en una especie de cueva que, cuando las cosas se ponen ‘moviditas’, se desplaza muy levemente de forma que uno nota con seria dificultad que la litosfera ha asomado una patita para saludar en el borde de una falla. Aun así, viviendo en un piso tan considerado para alguien al que no le gusta que las cosas se muevan más de lo necesario, he notado varias de estas sacudidas con el consiguiente temor y ganas de salir corriendo a la calle quebrantando toques de queda y lo que haga falta.

Imagen de Jesús Jiménez / Photographers Sports. Fuente 'Granada Hoy'.

Hubo una de estas noches en que me sentí el más arquitecto de los arquitectos.

Estaba yo dando buena cuenta de un contundente plato de pasta con setas y tomate seco cuando un ‘lambreazo’ me hizo plantearme si debería terminar mi jugosa cena o salir por patas cuanto antes. Como mi debate interno fue más prolongado que el sismo en sí, no hubo necesidad de posicionarse y tomar una decisión, así que seguí deglutiendo mientras me entretenía con un programa cualquiera de la televisión.

De repente, convenientemente esparcidos pero en buen número, llegaron a mi móvil mensajes de consulta sobre qué hacer si los terremotos seguían adelante.

-          “Oye, Álex, tú, como arquitecto, ¿qué me recomiendas? ¿Me voy a la calle o me quedo en casa? ¿Es seguro estar en un espacio cubierto?”

-          “¿Me pongo debajo de una mesa o de un dintel?”

-          “A ver, que mi casa tenía una grieta en el salón, ¿se me caerá el cuarto de la niña, que está en la planta superior, encima?”

-          “¿Tú crees que el terremoto más grande ya ha pasado o está por venir?”

Y, así, durante un buen rato.

Yo, que soy de natural sencillo –simplón incluso–, contesté lo que supe y, donde me vi incapaz de dar luz, reconocí mi desconocimiento.

-          “Oye, que sólo soy arquitecto. Ni siquiera uno experto en sismología. Arquitecto del montón, de los que no ejercen, de hecho. No soy la Bruja Lola, no sé qué va a pasar.”

Algunos aceptaron la respuesta de buena gana, otros no tanto. Pero, tanto los exigentes como los condescendientes se fueron relajando con el pasar de las horas y el sucumbir a la magia de Morfeo.

Algunos de ellos, curiosamente, a la mañana siguiente empleaban, en RRSS y App’s de mensajería, algunos de estos términos, complejos por definición, con alegría. Pude constatar que, en su mayoría, eran meros repetidores de algunas de las afirmaciones que determinados comentaristas –tan expertos en la materia como ellos mismos, o sea, nada– habían difundido en los medios.

Mis conocidos se habían transformado en tertulianos.

Tragedia.

Esto que aquí cuento a medio camino entre la reflexión y la broma es un patrón de conducta que se ha convertido en habitual en los últimos tiempos. Antes se decía que todo español era, por definición y autoproclamación, seleccionador nacional. El año pasado comprobamos que, también, todo ser viviente racional nacido en España era, faltaría más, epidemiólogo.

Ahora, además, desde hace dos o tres semanas, también tiene el título y los conocimientos de un geólogo experto en sismología.

A ver, no se me entienda mal, no se me malinterprete. No estoy, creo, emitiendo un juicio sobre que esta circunstancia se dé; o, al menos, no lo pretendo. Yo mismo he sido un Wikipedio de manual en determinadas situaciones. En el fondo, es algo instintivo en el ser humano: ante una situación que nos es nueva y desconocida, buscamos explicación y, para ello, recurrimos a las fuentes más inmediatas y al alcance de cualquiera: prensa, webs supuestamente especializadas…

Escama un poco más, eso sí, cuando se ven empleados estos conceptos de forma alegre por aquéllos encargados de informar en un matinal de televisión. Pero, hasta ahí es justificable la afrenta, si se quiere ser benevolente con el que la ejecuta, pues trata de personas que, de manera forzosa, prematura e inmediata han de formarse una opinión adecuadamente construida sobre cualquier aspecto de la realidad que salte a la palestra.

Me preocupa más, eso sí, cuando estos impulsos de parecer brotan dentro de la clase política. Y, más aún, cuando se concretan en medidas que afectan directamente a la ciudad como organismo.

Imagen de Antonio L. Juárez / Photographers Sports. Fuente 'Granada Hoy'.

Que la movilidad es un asunto al que hay que meter mano en todas las ciudades españolas es algo que hasta el más despistado sabe. Que, antes o después, habrá que asumir que los cascos históricos de las ciudades –y prácticamente todo el territorio municipal, por extensión– no puede ser el reino de coche, es difícilmente debatible. Que la peatonalización de nuestras calles y el consecuente impulso de los medios de transporte público tendrán que ser aceptados en un futuro muy próximo por más detractores inmovilistas que pueda seguir habiendo es una realidad que, en el fondo, todos conocemos.

Y, pese a todo, pese a asumirse tan obvias certezas, lo que no parece de recibo es que quien debe hacer por trasmitirlas e implantarlas lo haga de forma irracional, torticera y, a veces, poco pensada.

Con la llegada el Pandemiazo, con la imposibilidad de deambular por las aceras libremente –pues estábamos todos disfrutando de un agradable confinamiento– algunos consistorios –el de Granada, entre otros– consideraron que era el momento ideal de replantear ciertos aspectos de la urbe que gestionaban. Así, por ejemplo, en la ciudad andaluza se decidió establecer una cantidad inconcebible de kilómetros de calzada para uso exclusivo de motos, bicicletas, taxis, autobuses, patinetes… vamos, cualquier cosa que no fuera un coche particular.

Esto fue bien recibido por una parte de la población, seguramente por aquélla que se levantaba bien prontito en la mañana para hacer deporte cuando el único abanico horario posible era éste. Y, sin embargo, hasta este sector ciudadano –en el que me incluyo– tenía bien claro que esta medida era un brindis al Sol temporal que, desde su implantación, ya tenía los días contados.

La confirmación de tal certeza llegó recientemente cuando el ayuntamiento de la ciudad confirmó que tales vías reservadas serían eliminadas en fechas próximas.

El daño no es tanto el haber errado, de nuevo, en una medida que parecía apuntar en una dirección acertada aunque la trayectoria fuera, ciertamente, poco pensada, sino el hecho de haber dado armas a quienes siguen y seguirán abogando por un sistema de movilidad urbana basado en la circulación en el coche particular desde la puerta de casa a la del trabajo pasando, por el camino, por el colegio y la guardería.

'Palacio de Exposiciones y Congresos de Granada', obra de Juan Daniel Fullaondo Errazu, José Ibáñez Berbel, Mª Jesús Muñoz y ‘Ove Arup & Partners’. Fuente 'Ibáñez Berbel & Kayser Arquitectos'.

Es importante recordar siempre que la ciudad es un organismo vivo y, como tal, hay heridas de las que muy difícilmente puede recuperarse.

Curiosamente y en paralelo, recientemente se ha confirmado que está en proceso la remodelación del Palacio de Exposiciones Congresos [obra de Juan Daniel Fullaondo Errazu, José Ibáñez Berbel, Mª Jesús Muñoz y ‘Ove Arup & Partners’] para su adecuación a Teatro de la Ópera, Museo y Anfiteatro.

'Granatum', infografía de Kengo Kuma y ‘Alonso, Hernández y Asociados’.

Que no entiendo yo el empeño en ejecutar un Palacio de la Ópera en Granada, máxime cuando se vio frustrado el proyecto ‘Granatum’ de Kengo Kuma y ‘Alonso, Hernández y Asociados’. Uno para varios miles de personas y con la boca de escenario más grande de España, no vayamos a quedarnos cortos.

Ya que nos ponemos, nos ponemos a lo grande. A lo más grande.

Que no haya nadie en España con uno más grande aún.

Vamos, hombre.

Sinceramente, ver ambas noticias. Leerlas de seguido, una a continuación de la otra, genera un evidente desangelo en el alma más helada. Ver cómo, insistentemente, seguimos cayendo en los mismos errores y, al mismo tiempo, propuestas razonables se pierden como susurros en el viento mientras nos empeñamos en volver a reincidir en iniciativas que no parecen responder a una demanda real, provoca una sensación frustrante y, por qué no decirlo, colérica.

Granada requiere de muchas otras cosas antes de intervenir en un Palacio de Congresos perfectamente eficaz a día de hoy. Algunas de sus calles llenas de baches y socavones son buena prueba de ello. Y, sin embargo, recurrimos, como ya hiciéramos en tiempos pasados, a la obra fastuosa, de titular bien gordo y letra en negrita, en lugar de prestar atención a lo realmente importante.

Al final, termina uno por pensar que ha pasado una pandemia por la ciudad pero que, en el fondo, de lo sustancial, no ha cambiado nada.

O, al menos, nada realmente importante.

Y eso entristece.

Mucho.



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