YO, MI, ME... CONTIGO
Vivo
en una casa muy pequeña. Mucho. No diría que minúscula, pero hay quien la
tacharía de tal cosa sin reparo alguno.
Prácticamente
una habitación de hotel generosa. Salón-cocina, dormitorio de matrimonio y
baño. Con bidé, eso sí, que el bidé es algo que yo considero esencial; no sé
por qué los arquitectos, y los propietarios y habitantes de viviendas, de un
tiempo a esta parte, hemos pasado a valorarlo como algo prescindible cuando no
lo es.
La
cosa es que, tras una infinidad de años emparejado con la misma persona, con mi
compañera de vida, tuve a bien dejar de lado excusas, reticencias y, por qué no
decirlo, la comodidad de vivir sin dar explicaciones a nadie, para irme a
compartir piso con ella. Quince años he tardado, que se dice pronto. Quince
años que, como diría el Dúo Dinámico,
tiene, por ahora, mi amor.
'El Rapto de Proserpina', de Gian Lorenzo Bernini. Imagen extraída de 'Wikipedia Commons' |
Todo
fue un poco precipitado, si algo que se decide hacer tras década y media de
darle vueltas al asunto puede ser precipitado de alguna forma.
- Oye, que sí, que nos
vamos a vivir juntos.
- Venga, cuánto
podemos/queremos gastar.
- Que sea pequeño, que
yo no quiero estar todo el día limpiando.
- Eso, que, además, tú y
yo no estamos nunca en casa, sólo necesitamos un sitio en que dormir y donde
almacenar cosas. Una casa-almacén.
- Y que acepten
mascotas.
- Bueno, eso ya lo vamos
viendo. De primeras, no decimos nada, y luego ya…
Comentábamos
eso, alegremente, inconscientes de la vida, la última semana de febrero.
Sin
saber, claro está, lo que se nos venía encima.
Vimos
dos pisos, sólo dos, porque el segundo ya nos convenció. El primero también
–somos así, fáciles de persuadir– pero lo desechamos porque, quizá, hasta para
nuestros estándares austeros, era excesivamente mínimo.
- Ahí no nos caben las dos bicis. Y, si caben, no queda sito para nosotros.
Y
eso que el futuro casero, un hombre con barba que no paraba de sorberse la
nariz por alguna extraña alergia, era muy majo y dulce, tanto que daban ganas
de alquilar el piso sólo por él.
El
segundo, con el que nos hemos quedado, era algo más grande, no mucho más
tampoco, pero, claro, situado en mitad del Albaicín y con la puerta dando a un
patio-corrala del que podíamos hacer uso, ajardinado, con limoneros, granados,
naranjos, una fuente y hasta un gato que, perezosamente, se relamía las patas
mientras nos miraba con condescendencia; a ver quién le dice que no a esa
estampa si la ve un sábado a primera hora de la mañana. Lo idílico de la imagen
lleva a que uno no haga cuentas porque los números sobran y lo único que
importa son las sensaciones y el rumor del agua que, como un mantra, te calma y
te convence al momento.
Total,
que nos lo quedamos.
Nos
lo quedamos un día 29 de Febrero. Y la chica de la inmobiliaria nos dijo que
para el 6 de Marzo tendríamos las llaves. Que tenían que pintarlo y adecentarlo
un poco. Que nos lo entregarían como nuevo.
Durante
esa semana yo empecé a mirar la de libros, consolas, guantes de boxeo y cosas
varias que acumulaba en mi casa y comencé a echar números. A calcular metros
cuadrados. La realidad me azotaba en la cara con más velocidad y empeño que un
pájaro carpintero pela la corteza de un tronco.
Acumulación de trastos. Imagen extraída de la web 'Sinera Serveis' |
Paranoico y algo ansioso, tenía claro que debería conseguir un trastero; que, si no lo hacía, iba a ser imposible transportar todo. Pero, por suerte, decidí esperarme a mover todos mis bártulos antes de buscar uno.
Toda
persona que se haya cambiado de piso alguna vez sabrá que pocas experiencias
más traumáticas hay que tener que meter tu vida en cajas para hacer un puzzle
en el maletero y los asientos de atrás de un coche. O, al menos, más
reveladoras.
Sobre
lo que uno acumula. Sobre la pereza que da sacarlo todo. Y sobre lo cansado que
es, física y mentalmente, transportarlo de aquí para allá.
A
todo esto, yo empezaba a escuchar en las noticias, o me llegaba por amigos que
vivían fuera de Granada, que había algo llamado Coronavirus que parecía estar convirtiéndose en un problema en Madrid
y Barcelona. Pero como uno no para de escuchar dramas de la capital que a duras
penas afectan a los que vivimos al calor del Sur, pues no le prestaba mucha
atención. Así que programé mi mudanza para un día 8 de Marzo, coincidiendo con
una manifestación que me bloqueaba el paso con el coche y aprovechando, además,
que mi pareja estaba de viaje.
Y
es que hay cosas que es mejor hacer sin compañía, que uno se enfollona en
determinadas situaciones y parece más saludable pagar el pato en soledad.
Fue
precisamente ella quien, en uno de mis incontables y súbitos agobios que
surgían de la nada ante la certeza ineludible de que todo no cabía, me lanzó el
término desapego a la cara. Me llegó
como una gota de aceite hirviendo que sale disparada de un huevo a medio freír.
Concisa, directa, ineludible y dolorosa. No hacía falta ser experto en
psicología para asumir que lo que me estaban sugiriendo es que, si no había
sitio para todas mis posesiones en la nueva casa, y habida cuenta de que el
contrato de cinco años ya estaba más que firmado, la única vía posible era no
llevarse hasta el último cacharro. Dejar alguno en casa de los padres o de la
suegra. O –y esto son palabras mayores, muy mayores; sexagenarias, mínimo–
desprenderme de algunos enseres que, por el motivo que fuera, hubieran pasado a
ser prescindibles.
Recuerdo que en
ese momento tuve un arrebato de ira mental interna contra Marie Kondo, el Feng Shui
y las revistas de Arquitectura en las que nunca, jamás, hay nada que estorbe.
Ni que sobre. Ni que distorsione una realidad idealizada, perfecta y
escenográfica y, por tanto, evidentemente mentirosa.
'Casa del Acantilado' de Fran Silvestre. Imagen de Diego Opazo |
Tras calmar mis demonios, asumí la ineludible verdad de la misma manera que se asume una ruptura o el abandono de tu pareja cuando tú aún continúas perdida y tontamente enamorado. Con algo de desconsuelo, pero con mucha resignación e impotencia. Y como uno es de natural atropellado, me obligué a hacer todo el proceso de selección y criba de pertenencias más el transporte y ubicación en el nuevo hogar en sólo día y medio.
Por no pensar
mucho; que, si cuando el Diablo se aburre mata moscas con el rabo, cuando le da
por darle vueltas al coco, desata tempestades y acribilla multitudes.
Desapareció ropa
que no me ponía; libretas que ya no usaba; aparatos electrónicos que dejaron de
funcionar; cintas de casette, DVD’s y CD’s a mansalva; equipaciones deportivas,
de fútbol, de boxeo y de qué sé yo, que me traían lindos recuerdos, pero que
formaban parte del pasado. Mi padre, impasible, con palpable ataque de cuernos
porque su hijo se iba de casa sin boda de por medio, y eso, un hombre
tradicional como él, no lo podía consentir sin manifestar un malestar tóxico,
me miraba extrañado, al ver que bajaba a la calle con más bolsas que acababan
en los contenedores de basura y reciclaje que en el interior del coche.
En cuatro cochazos tuve toda la mudanza hecha. No
voy a negar que aún dudo si hay determinadas cosas que acabaron en el fondo de
una bolsa de plástico negra y, a la postre, trituradas dentro de un camión de INAGRA, o si éstas aún estarán dentro de
una de esas cajas que nunca se terminan de abrir y que facilitan mucho las
cosas de cara a siguiente arrebato nómada. Bueno, digamos arrebato, pero
digamos, también, movimiento forzoso, que no está el horno para bollos hoy en
día.
El siguiente fin
de semana que pasé en la nueva casa fue un antes y un después, no sólo para mí,
sino para cualquier ciudadano del país. Y no es que ahora yo esté teniendo un ataque
megalómano, sino que se trata de una fecha que, creo, todo españolito tendrá
grabada a fuego en su memoria. Viernes 13
de Marzo. El último viernes pre-confinamiento. El viernes trágico. Cuando aún no se sabía lo que se nos avecinaba
pero, sin duda, el ambiente enrarecido en el que nos movíamos nos hacía ver que
la cosa no iba nada, pero que nada bien.
Boletín Oficial del Estado del sábado 14 de marzo |
Así que, de golpe, me enteré de que la casa a la que me acababa de mudar, ésa que sólo quería como almacén y sitio en el que descansar las pocas horas que duermo, acababa de pasar a ser mi horizonte vital durante los siguientes 15 días. Que luego serían 30. Y que, finalmente, terminé de perder la cuenta de cuántos llegaron a acumularse.
Paradójicamente,
pese a sus estrecheces o, precisamente por ellas, le he terminado cogiendo un
cariño terrible a este pisín. Ahora
que el mundo se enfrenta a lo que todos los economistas pintan como una de las
crisis más agudas de las últimas décadas y que los precios de las viviendas
están desplomándose de forma feroz y pese a que me llegan ofertas que a uno
deberían hacerle replantearse la oportunidad de mudarse a un lugar más amplio,
tengo la absoluta certeza de que no quiero hacerlo.
De que, salvo
que mi casero decida lo contrario, no me voy a otro lado.
Porque asocio la
casa a una superación profunda. A haber conseguido enfrentarme a un drama existencial
impuesto [por las circunstancias, obviamente] y no elegido pero del que, por
suerte, he salido reforzado. Porque en sus paredes veo el reflejo de las
sonrisas que mi cómplice y yo nos
provocamos día a día para hacer más llevadera una convivencia que podía haberse
tornado desastre. Porque rememoro las cervezas en el patio acompañadas de unas
aceitunas al sol. O hacer yoga bajo un granado. O tener que salir a por la gata
porque ha saltado por la ventana y está a punto de caerse a la fuente. O la
estúpida alegría que desataba la llegada de un repartidor de mensajería.
En definitiva,
porque la vivienda, la casa, se ha convertido en una realidad construida que me
hace pensar que, por difícil que sea una situación, es superable. Que se ha
podido hacer. Que, si viene una guerra parecida o similar, lidiaremos con ella
de igual manera.
Vamos, que le he
cogido apego.
A la casa que me
forzó a desapegarme de mi pasado, le
he cogido mucho, mucho apego.
Y esto me hace
pensar en la paradoja de los afectos que los hombres y mujeres, en nuestra
vida, generamos hacia situaciones y objetos.
Durante estos
días, si algo nos ha sobrado, ha sido tiempo. Para reflexionar, para descubrir,
para aburrirnos. Y para recordar. A mí me dio por volver a escuchar discos a
los que estuve muy enganchado en mi adolescencia, cuando era un pipiolo que se
quería comer el mundo y que lucía melena al viento y chupa de cuero. He
disfrutado mucho al recorrerlos de nuevo. De forma automática volvía a cantar
sus letras, a tararear sus solos de guitarra y a que se me pusiera la carne de
gallina en determinados momentos. Tanto ha sido así, que me ha dado por darle
una oportunidad a los discos que estas bandas sacaron después. Inmediatamente
después. Justo el siguiente al último de ellas que yo hubiera tenido en mi
poder años ha.
Y la sensación
ha sido agridulce. Mucho.
No han provocado
en mi mucho. De hecho, me han trasmitido poco. Casi nada. Un suspiro y poco
más.
Uno concluye
que, simplemente, esta música, este estilo ya no es para él. Que ahora su
cabeza va por otros derroteros y que no pasa nada, que es el curso natural de
las cosas. Sin embargo, como el coco del que aquí escribe y se desnuda va más
rápido de lo que aparenta, intenté razonar por qué, entre un disco y otro si,
objetivamente, no había tanta distancia ni temporal ni de calidad musical, sí
había un abismo en lo que me provocaban.
La respuesta es
obvia, cae de madura. Por la nostalgia. Por los recuerdos. Por las situaciones
que evocan las canciones. En suma, por el apego
a un tiempo pasado más sencillo, fácil y cómodo.
Hace poco, consecuencia
de esta tragedia por tantos pronosticada y de la que, por el momento, sólo
vemos asomar la patita, cerró en Granada una de las más históricas y míticas [no
por sobreusado deja de ser oportuno aquí emplear el término] cafeterías de toda
la ciudad: la siempre entrañable Cafetería
Lisboa. Creo que no hay un solo ciudadano que, si bien puede no haberse
tomado jamás un café en su terraza, no haya pasado por delante de este
establecimiento y no lo haya contemplado con cierta admiración.
'Cafetería Lisboa' abierta. Imagen extraída del blog 'Love & Compass' |
Por su bullicio constante. Por su aspecto pintoresco. Por su ambiente peculiar. Por la calidad de sus productos. Por parecer una rareza urbana congelada en un tiempo y una ciudad que empieza a ir demasiado deprisa.
Y, por eso
mismo, estoy convencido de que todos recibimos como una brecha en alguna parte
especial e íntima de nuestro ser la noticia de su cierre irremediable. Porque,
quizá, sentimos que parte de la Granada que conocíamos acababa de morir sin
remedio. Porque, si la Lisboa, un
negocio que, a todas luces, parecía solvente y saneado, echaba cerrojo a causa
de las consecuencias económicas del COVID,
es que la cosa va muy en serio.
Y porque es
triste que aquellas entidades y realidades que llevan enfrentándose al paso del
tiempo desde antes de que nosotros siquiera fuéramos capaces de vestirnos por
nuestra propia cuenta, desaparezcan de forma súbita.
Inesperada.
Casi irracional,
me atrevería a decir.
Y es que el apego también se produce en relación con
las realidades arquitectónicas construidas. Lamentamos una demolición o un
vaciado. A veces, incluso, hasta la eliminación de la pátina de una fachada es
tomada como una afrenta por la población. Porque tenemos apego, real y palpable, hacia la imagen que hemos heredado y
fabricado de nuestra ciudad y sus construcciones y deseamos que éstas
permanezcan, por siempre y para siempre, inalterables, inmutables y fijas.
Independientemente, ojo, de la calidad y virtudes de las que puedan presumir.
Evidentemente,
el cierre de un negocio tiene unas connotaciones asociadas que hacen más
dramática aún la situación, y de ahí que se comprenda y comparta fácilmente el
sinsabor que dejó la noticia en la ciudadanía. Sin embargo, el urbanita es
tendente a la fijeza, reacio al cambio, amante de sus apegos de los que nunca se quiere desligar.
Creo que
el arquitecto castellonense Josep Llinás
lo resume muy bien en su artículo sin nombre concreto incluido en el libro Saques de Esquina cuando dice que '[…] quizás
no es tan distante el ritmo de envejecimiento [y los cambios de estado que ello
significa] de personas y edificios. La honorabilidad que aparece en ancianos,
que disuelve la maldad o bondad congénitas, emerge también en edificios [sean
feos o bonitos] a una edad similar'.
Y es que,
el miedo al cambio, es el mayor de los temores que padece el ser humano. Uno
que bloquea, que atenaza y que impide avanzar. Y, cuando éste afecta a lo que
entendemos no debe variar [y extrañamente pensamos que las ciudades son inmunes
al cambio}, la congoja nos sobrepasa.
'Cafetería Lisboa' cerrada. Imagen de Dani Bayona para el periódico 'Granada Digital' |
Ver los cristales forrados en blanco de la Lisboa, sus toldos recogidos, su no clientela haciendo cola en la entrada a mí, personalmente, agnóstico convencido [oxímoron], me hace suspirar y decir muy alto y claro: ay, virgencita, que me quede como estoy.
O, mejor
dicho, ay, virgencita, que nos quedemos, dentro
de lo posible, todos como estamos.
Me ha encantado 😊
ResponderEliminarMe alegro muchísimo de que así sea. Y disculpa por haber contestado tan tarde 😅
EliminarMe ha encantado 😊
ResponderEliminarMe ha encantado 😊
ResponderEliminarmaravilloso, lo he disfrutado mucho
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