EL AGUA DEBAJO DE LA ALFOMBRA Y TODO LO DEMÁS

Resulta revelador caer en la cuenta de que las situaciones que nos hacen sentirnos perdidos, las que provocan que nuestros cimientos se tambaleen o, incluso, que se derrumben, son, precisamente, las que, a la larga, nos ayudan a encontrarnos. A definirnos. A saber quiénes somos realmente y qué queremos hacer con el tiempo que nos ha sido dado.

'Convergence', Jackson Pollock, 1952

Estudiar una carrera universitaria suele ser un trance que nos reconduce en la vida, o que, al menos, nos sitúa en una determinada dirección en lo que a cuestiones laborales se refiere. Dedicar la mayor parte de tu adolescencia a intentar obtener una titulación como Arquitectura, tan compleja, extensa y demandante, es, seguramente, una experiencia para la que ningún joven está realmente preparado. Es algo que te abofetea en la cara, a mano llena y dejando marca. Y, por si acaso no te has enterado, de premio, te vuelve a dar con el reverso, clavando nudillos.

Poco a poco, cuando pasan los meses, uno empieza a ser consciente de dónde está. A situarse. Comienza a entender las especiales dinámicas de las asignaturas y a saber qué le gusta y que no. Se da cuenta de que depende de él decidir hacia dónde debe tirar, ya que el ansiado título es sólo una llave que abre muchas puertas.

Mi caso fue peculiar.

Todas las materias las saqué en un tiempo razonablemente decente y con calificaciones variopintas. Recuerdo que un profesor de proyectos, un fantástico arquitecto, me dijo, en una entrega final, que todo estaba bien, que el edificio funcionaba perfectamente pero que a él, personalmente, no le emocionaba nada. No le provocaba sentimientos ni buenos, ni malos. Vamos, que le era indiferente. Aquello me llegó como una pequeña tragedia, porque no hay peor calificativo que se le pueda dar a uno que el de resultar indiferente. Eso sí, me puso un cinco. Un cinco muy honesto: el edificio no te transmite nada pero funciona, pues te quedas en la mitad, en un cinco que es tan especial como una pipa sin sal.

En otras asignaturas, sin embargo, mis notas eran mucho mejores. Además, las vivía con mucha más intensidad. Al final terminé cayendo en la inevitable conclusión de que a mí lo que me gustaba no era dibujar ni proyectar, sino estudiar y analizar lo que otros diseñaban. Que me pasase más horas en la biblioteca o comprando libros que levantando alzados o replanteando secciones debería haber sido una pista muy clarificadora sobre lo que estaba pasando, pero la evidencia, por tozuda que sea, es una amante esquiva para el que no quiere darse cuenta de cuál es la realidad y prefiere, simplemente, dar vueltas en una rotonda imaginaria de la que nunca se llega a salir.

Al encarar, en mi sexto año de carrera, el temido PFC, todo se complicó. La situación era del tipo todo o nada. O lo hacías o no lo hacías, pero los medios tiempos no parecían tener cabida. Y, además, las asignaturas que más me atraían habían quedado atrás. Esto derivó en una prolongación sin sentido de un trabajo que, en realidad, a lo sumo, debería haber durado uno o dos años. Yo le dediqué bastantes más. La crisis, el paro, empezar a trabajar porque hay que ayudar en casa y, sobre todo, una falta tremenda de motivación me sumieron en una especie de anhedonia dulce que me llevaron a matricularme más veces de las aconsejables.

En broma suelo decir que me he tirado en la escuela más años que las puertas. Y tanto es así que me pilló el toro Bolonia. Un nuevo plan de estudios al que se obligaba a adaptar al alumnado y que implicaba acceder a una titulación distinta y, sobre todo, que los que estábamos en una situación como la mía, además, tuviéramos que recursar algunas asignaturas.

Una nueva tragedia más.

Sin embargo, y de ahí lo que mencionaba antes sobre encontrarse [me es imposible no acordarme de Fernando Higueras que, en una carta a un amigo, le confiesa “te mando un abrazo terrible con la esperanza de que me ayudes a encontrarme porque yo me he perdido”], creo que verme forzado a acogerme a este nuevo plan ha sido una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida. Entre otras cosas, porque volví a cursar Composición, una asignatura que se había reformulado y que introducía una serie de cambios que me estimularon sobremanera.

Para empezar, uno de los profesores era Juan Calatrava [el Calatrava bueno]. Cualquiera que conozca a este hombre sabrá que en él se aúnan unos conocimientos vastísimos, con un talento excepcional para comunicarlos y una vocación docente sin límites. Todo esto aderezado con una pizca de campechanía que siempre es muy de agradecer.

Cartel de 'Blow-Up', Michelangelo Antonioni, 1966

Además, tanto él como Agustín Gor, el otro profesor de la materia y todo un descubrimiento para mí, planteaban sesiones en las que se podía ver la importancia de la Arquitectura más allá de su ámbito directo de representación. Vimos Blow-Up con esa caravana hippie que atraviesa la plaza de The Economist de los Smithson, estudiamos la ciudad de Matera en el Evangelio Según San Mateo de Pier Paolo Pasolini y entendimos el idealismo de un arquitecto que lo sacrifica todo con tal de no vender su honestidad a través de El Manantial. Además, nos invitaban a que formásemos parte activa de la vida cultural de la ciudad. Que fuéramos a charlas, conferencias y exposiciones y que, al terminar, hiciéramos una pequeña reseña que entregarles que sería tenida en cuenta para mejorar nuestra nota final.

Probablemente por mi edad, superior a la que uno debe tener al cursar estas asignaturas, recibí esto con alegría y, motivado como un cachorro de siamés, intenté hacer varias de estas prácticas opcionales.

Una de ellas fue una ponencia de Paco del Corral [Francisco del Corral del Campo, del estudio Water Scales] sobre las fuentes de Granada. Jamás había mostrado yo el más mínimo interés en lo referente a las fuentes ni de Granada ni de ningún sitio pero, como digo, estaba muy ilusionado y no me la quería perder. Al comenzar la ponencia, Paco anunció que la conferencia iría acompañada exclusivamente de dibujos realizados por él, que sólo la primera imagen, de dos chicos que se bañaban en una fuente de la ciudad y que parecía sacada de una película de Berlanga, sería una fotografía y no un boceto o apunte suyo.

Portada de 'Agua, esencia del espacio en la obra de Carlo Scarpa', Francisco del Corral del Campo

Cuando salí de la charla, doblemente frustrado porque, por un lado, no me podía explicar cómo se podía dibujar tan bien y con tanta sencillez sólo con un lápiz o un bolígrafo corriente y, por otro, porque tampoco podía justificar cómo había tantas cosas que había ignorado hasta ese momento sobre mi propia ciudad, empezó a rondar, en mi cabeza inquieta, un tercer malestar.

Paco, que ya desde el nombre de su estudio [y el titulo de los dos libros publicados sobre Carlo Scarpa y Burle Marx] deja bien claro el papel fundamental que, para él, el agua representa en el Arte y la Arquitectura, en su introducción, nos mostró un plano, hecho a mano, de la ciudad de Granada en la que aparecían sus tres ríos principales: Genil, Darro y Beiro. En un momento de la charla, dejó caer que la ciudad había maltratado y maltrataba a estos tres ríos y que tener la suerte de poseer no uno, sino tres cauces de importancia en pleno recorrido urbano y dedicarse a no ponerlos en valor, era una cosa, como poco, a replantear.

Y no le faltaba razón.

Tramo urbano del río Genil en Granada. Rafael Troyano para la web de la 'Cadena Ser'

Desde entonces, no he dejado de volver recurrentemente a esta idea. A plantearme que una ciudad como Granada ha considerado sus ríos como un problema y no como una bendición y que, por ello, los ha soterrado, los ha embovedado o los ha encauzado de forma, digamos, no muy generosa o considerada, a cambio de poder conceder, de nuevo, más espacio a los vehículos y menos al flujo natural.

Necesitamos generar un artificio, una escenografía urbana en la que desarrollar nuestras vidas y, así, ocultamos, enterramos y metemos debajo de la alfombra, como la pelusa cuando pasamos la mopa en casa, aquello que no debe ser visto, lo que nos estorba.

Los ríos nos estorban, que se dice pronto.

Pasados unos meses, interesado por las arquitecturas para después de la muerte, por los cementerios, su vigencia hoy día y por la forma en que se están reconfigurando los rituales y ceremonias mediante los que despedimos a aquéllos a los que les ha llegado la hora de dejar el mundo terreno, me topé con un texto de lo más interesante sobre el Cementerio Sur de Estocolmo, intervención que tanto Erik Gunnar Asplund como Sigurd Lewerentz desarrollaron prácticamente durante toda su vida. Cualquiera que haya ojeado algún libro en el que se detalle esta obra, con su Colina de la Meditación, su Santa Cruz solitaria, su Camino de las Siete Fuentes y con sus cinco capillas [Resurrección, del Bosque, de la Fe, de la Esperanza y de la Santa Cruz], habrá imaginado el lugar como un entorno atemporal, donde las medidas físicas del mundo terrenal carecen de sentido. En este proyecto, no cabe hablar de metros, ni de horas. El espaciotiempo es algo que no tiene lugar aquí, ya que se trata de un entorno concebido desde la emoción, desde aquello que queda en el interior de un hombre cuando ya no queda nada más. Es un lugar que transmite, que parece no tener fin. Ni tampoco origen. Inabarcable y espiritual. Que se siente y se comprende como un paréntesis sordo, que no alberga más sonido que el sollozo y el lamento por los seres queridos.

'Cementerio Sur de Estocolmo'. Fotografías de Peter Hellberg y Tobias Lindman, extraídas de la Web 'JotDown'

Cuál no sería mi sorpresa cuando, en este texto del que hablo [ENGFORS, Cristina, E. G. Asplund: Architect, Friend and Colleague, Arkitektur Forlag, Estocolmo, 1990], la autora detallaba una visita que había realizado con el propio Asplund al cementerio en la que éste había dejado meridianamente claro que, para que un camposanto funcione, lo que ocurre sobre tierra y bajo  tierra deben diferenciarse totalmente, llegando al punto de que el visitante sólo conozca el mundo superior e ignore por completo el inferior.

[…] Después descendimos para visitar los hornos y Asplund hizo notar el contraste entre el sentido formal de todas las cosas de la capilla y la parte mecánica que nadie tendría que ver; era como una simple factoría. Él insistió mucho en que debíamos darnos cuenta de que había dos lados para dejar esta vida, el de la ceremonia y el de la cremación propiamente dicha.

De nuevo, los arquitectos intentamos generar una suerte de artificio. Mostrar sólo aquello que debe ser visto y enterrar, literalmente, todo aquello que, de contemplarse, arruinaría totalmente la experiencia del visitante. Es necesario generar una factoría soterrada, mecánica y que funciona como un engranaje de perfecto diseño, para que el espacio escenográfico superior nos acoja y, sobre todo, nos sobrecoja.

Fue un año después cuando volví a toparme, de nuevo, con un proyecto que me llevó a darle vueltas al asunto. Regresaba de unas vacaciones en Atenas y, como siempre, me había llevado algo que leer conmigo. En mi cabeza, sentarme en los Accesos de la Acrópolis de Dimitris Pikionis, con la imponente construcción a golpe de vista, a leer un buen libro debía ser una experiencia única, pacificadora, emocional y cercana a un éxtasis que ríete tú de Santa Teresa. Y, de hecho, lo fue, pero una vez sentado allí, el libro dejó de tener sentido.

Portada de 'Mies y la Gata Niebla', Andrés Jaque

Lo recuperé eso sí, en el vuelo a España; tres horas de avión dan para mucho. Se trataba de Mies y la Gata Niebla, de Andrés Jaque. Sé que el bueno de Jaque es un autor controvertido, pero yo lo tengo por excelente arquitecto y divertido ponente, así que, ante la recomendación de una muy buena amiga que tiene el don del buen criterio para las lecturas, me lo compré nada más me hizo saber que era una publicación interesante.

De los distintos apartados que lo componen, el que viene a colación es Mies as a Rendered Society, compuesto, a su vez, de dos capítulos: Mies en el Sótano y La Gata Niebla y el Pabellón Fantasma. Para empezar, y esto empieza a ser recurrente, me hizo ver, de nuevo, que por más que uno crea haber aprendido todo lo que se puede saber sobre un determinado tema, en realidad, desconoce horrores sobre él.

El Pabellón de Barcelona de Mies Van der Rohe y Lilly Reich fue una construcción temporal para la Exposición Universal de 1929. Como tal, tuvo una vida limitada [se desmontó en 1930] y sólo el empeño de Oriol Bohigas hizo que, en 1986, fuera reconstruido bajo la dirección de los arquitectos Ignasi de Solà-Morales, Cristian Cirici y Fernando Ramos.

En este caso, además de levantar el proyecto original de la forma más fiel posible, al haber transcurrido más de medio siglo [con los avances técnicos que eso implica] y pretender ser ya no una obra efímera sino una construcción que debe perdurar, se incluyeron una serie de innovaciones y leves variaciones que, si bien no desfiguran la esencia de la construcción, alteran algunos detalles en pos de una mejora de la experiencia del visitante. Se modifican cortinajes, carpinterías o iluminaciones.

Pero, además, y esto sí es trascendental, el sótano, que inicialmente apenas ocupaba 3 metros cuadrados, pues sólo servía para llevar a cabo el registro de las arquetas de saneamiento, y que yo, personalmente, desconocía que existía, se amplía hasta abarcar, casi por completo, la superficie que el Pabellón ocupa sobre tierra. Claro, si la nueva vida de la construcción tiene visos de inmortalidad, será necesario dotarlo de una serie de espacios en los que se puedan llevar a cabo todas las actividades complementarias que, ahora sí, han de producirse. Desde el almacenamiento de cartelerías o cortinas raídas y cristales rotos, a la ubicación de un sistema de filtrado de aguas para el estanque exterior o la presencia de un fregadero en el que el personal que hoy trabaja en la obra de Mies y Reich lava los platos tras la pausa para la comida.

Enterrado, oculto a los ojos de un visitante que quiere vivir una experiencia que ha imaginado mil veces al ojear una revista de Arquitectura mientras organiza su viaje a Barcelona, existe todo un universo, tan grande como la propia obra de culto, que posibilita que lo idealizado, lo soñado y anhelado, sea real o, al menos, una ficción tan próxima a la realidad que se convierte en algo indistinguible de ella.

Cuenta Jaque, a medio camino entre el humor y la afectación, que en el sótano de este nuevo Pabellón vivió una gata, llamada Niebla por su peculiar mirada. Mirada provocada como consecuencia de una fotofobia que le impedía ver la luz del día y que se desarrolló precisamente por habitar ese mundo del que ningún visitante quiere ser consciente. La vida de Niebla estaba ligada a la función de evitar que hubiera roedores que pudieran pulular por la superficie. A impedir que éstos arruinasen definitivamente la experiencia de un grupo que, queriendo deambular por una de las obras cumbre de la Arquitectura Moderna, tuvieran que salir huyendo del ataque de una rata descarada.

Y es que Ratatouille está muy bien, pero en una pantalla de cine. 

Estas tres anécdotas, divergentes entre sí pero con una esencia en común, me hacen reafirmarme en lo que de seducción tiene la Arquitectura. No me refiero a la constante dinámica de convencer al cliente, o al proveedor, sino de embaucar al usuario final. En el juego del flirteo, del ligoteo, más elegante o más mundano, las vergüenzas se esconden. El maquillaje, real o figurado, opaca cualquier imperfección, toda muestra que pueda hacer pensar a nuestro interlocutor que no somos la persona ideal ha de pasar desapercibida.

Ideal para lo que cada uno quiera, claro.

Nadie osará a mostrarse tal y como es, con todos sus defectos [porque las virtudes sí que las potenciaremos al máximo], en un inetercambio de miradas, cumplidos y frases de cortejo. En Arquitectura ocurre algo similar. Ocultamos, casi siempre bajo tierra o en las azoteas, lo que nos estorba, lo que distorsiona la imagen idealizada que tenemos de un determinado lugar. Y lo hacemos sin miramientos, porque lo creemos no sólo necesario, sino justo.

Personalmente, he empezado a dudar de esta mentira de la Arquitectura. No es que no disfrute de un paseo tranquilo por la superficie de mi ciudad, pero últimamente me han entrado muchas ganas de deambular por los embovedados, apartarme del ruido y lo que ya conozco y adentrarme en las vergüenzas de la ciudad. En lo que se oculta.

Si alguna vez voy a Estocolmo y me dejo caer por el Cementerio Sur, me dejaré perder, claro está, en su inmensidad, en su inabarcabilidad y en la suspensión del tiempo que, estoy seguro, allí se produce, pero intentaré, por todos los medios, hablar con quien haga falta para ver ese perfecto mecanismo que hace de la expectativa realidad.

'Pabellón de Barcelona'. Fotografía de 'Mintha Etudio'

Ahora me es imposible estudiar un alzado del Pabellón de Barcelona y no ver su mitad invisible, su imagen especular en negativo, ese sótano esforzado que hace las veces de clase trabajadora para que lo que se ve, el templo del Movimiento Moderno, pueda seguir siendo una aristocracia eterna.

He empezado a pensar que hay más Arquitectura en lo que se oculta que en lo que se exhibe, del mismo modo que una persona se define mucho más por lo que esconde que por aquello de lo que hace alarde.

En un mundo plagado de mentiras, he descubierto que tengo anhelo de una Arquitectura sincera.

 

 

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