CAUDALIE

Tengo la convicción, por no decir la certeza, de que, como suele decirse de forma llana, el ser humano es de lo último que llega. Si los medios especializados nos bombardean con las bondades de una determinada película, veremos en ella todas las virtudes que éstos proclaman y mil más. Si un jugador suena como futurible fichaje para nuestro equipo, automáticamente se convertirá en la revelación del momento y no habrá alternativa mejor para reforzar la plantilla. Y no hablemos, claro, del embobamiento siempre acompañado a los iniciales estados de un enamoramiento [o, incluso, de una fase previa a éste] donde todo lo que vemos en el otro o la otra son parabienes, loas y facetas únicas que nadie más en el mundo tiene; por mucho, quizá, nuestro amigo de la infancia posea las mismas dotes o más pero nosotros, lamentablemente, hayamos perdido la capacidad de verlas, reconocerlas o valorarlas.

Es una pena, pero somos así, animales ávidos de novedades y sorpresas. Nos aburre lo rutinario y buscamos emociones de forma continuada.

Grabado 'El Sueño de la Razón Produce Monstruos', de Francisco de Goya

Por supuesto, esta situación o, mejor dicho, esta condición inherente a hombres y mujeres, nos hace tener que formarnos una opinión sobre cualquier aspecto que irrumpa en la actualidad, sea ésta la nuestra particular o la general que afecta a la sociedad como conjunto. No hay tema sobre el que no nos veamos capaces de emitir un juicio con una premura brutal. Porque creemos que es necesario tener opinión. Porque nos da miedo, ante un debate o charla, reconocer que no sabemos posicionarnos, que no tenemos una postura clara. Que, sencillamente, no estamos preparados para decir de qué lado estamos; que esa es otra, ansiamos polarizarnos. Así que, de la noche a la mañana, nos convertimos en expertos en pandemias, en avezados entrenadores de fútbol, en intelectuales de alto recorrido capaces de valorar la última obra de un cineasta controvertido como una verdad absoluta y de, sin tener ni idea de Arquitectura y Urbanismo, sentenciar a muerte o encumbrar a los altares un proyecto, sólo habiendo visto y de pasada, su fachada.

'No pega', 'es un pegote', 'me encanta porque es muy neoyorquino' o 'para mí la Arquitectura se echó a perder tras el Renacimiento'.

Es el mal de tertuliano de radio y televisión que, hoy en día, se ha extendido entre la población con más velocidad que el COVID-19.

Por supuesto, ser pedagógico en determinados momentos es, no sólo aconsejable, sino, sobre todo, necesario. Aunque cueste, aunque no se entienda. Aunque, en determinados momentos, lleve al drama. Y no hay mejor manera de hacer entender a un interlocutor [si esto se puede decir sin resultar excesivamente soberbio] que, para valorar un acto creativo [y una realidad construida es sólo el punto final de éste], al igual que en el caso de cualquier otra actividad humana, hace falta tiempo.

Tiempo y paciencia.

Pese a que suelo decir que yo de vinos sólo sé beberlos, a base de pasar horas con el codo apoyado en la madera de la barra de un bar algo a uno se le pega y, al final, termina por poder decir tres o cuatro cosas sin sonar demasiado torpe. A principios de semana, como surgen las mejores situaciones, cuando sólo tenía pensado tomar una copa e ir a casa a descansar de un día algo ajetreado, el dueño de una taberna me invitó a catar un par de tintos más que tenían por allí; los iban a poner en carta y les interesaba saber mi opinión. Como digo, soy torpe hablando del fruto de Baco y sólo se decir, 'está cerrado', 'me sabe frutal', 'ay, noto algo como ahumado al final' o 'pues tiene mucha persistencia'. Esto de la persistencia es una cosa que leí en algún sitio y que suelto cada vez que puedo, que, así, parece uno menos zote. Y, ésta vez, tuve la suerte de dar en el clavo.

El camarero, un cielo de hombre, me comentó que tenía, a su entender, unas cuantas, no menos de cinco, 'caudalias'; 'caudalies', se corrigió después. Y me hizo saber que se consideraba que un vino tenía una 'caudalie' por cada segundo que su sabor permanece en el paladar. Esta idea, esta necesidad de cuantificar un acto placentero como es el de disfrutar de una copa de buen vino, me pareció, a la vez, maravillosa y terrorífica. ¿Tendría sentido analizar cuánto dura el placer de una caricia, de una sonrisa, de un beso o de un orgasmo? Yo tengo serias dudas. De hecho, creo que cuando los números entran en un ámbito de la vida y lo hacen, además, para ranquear, terminan por arruinarlo definitivamente.

Sin embargo, sería, quizá, lo etílico de la situación [no es que uno regresase a casa acariciando escaparates, pero tres copas de vino hacen mella en el ánimo del hombre más templado], que me dio por ver en este concepto tan extraño una puerta abierta hacia una reflexión mayor.

No es que yo sea un viajero incansable, más al contrario, pero sí he organizado algún desplazamiento a otra ciudad o país impulsado a ver un determinado edificio que, por el motivo que fuese, se me hubiera metido en la cabeza que tenía que recorrer. Ese día, volviendo a casa, me puse a enumerar cuáles de esas obras que, a priori, me llamaban tanto la atención, colmaron las expectativas y, aún más, cuáles de ellas, tras pasar unos años, han seguido manteniendo el listón bajo mi criterio. No desgranaré aquí las conclusiones obtenidas, pero sorpresas, de ésas que te dejan un sabor amargo o, por el contrario, dulce, hubo unas cuántas.

Y dando un paso más, que el paseo era largo, reflexioné sobre el proceso contrario. ¿Qué edificio inicialmente no produjo en mí valoración positiva y ha terminado por ser, hoy día, imprescindible ver en mi ciudad?

Bocetos de 'El Cubo', por Alberto Campo Baeza.

La respuesta surgió como un automatismo innato: el que, en origen, se llamó 'Caja Granada', por ser la sede principal de éste banco, que hoy día aloja oficinas de 'Bankia', pero que todo el mundo en Granada conoce como 'El Cubo'. Una, y hoy puedo decirlo sin asomo de dudas, magnífica obra del vallisoletano Alberto Campo Baeza.

Era yo un pipiolo, alguien que apenas llevaba dos meses en la Escuela de Arquitectura y que aún no sabía por dónde le venían los golpes que recibía en cada clase de Dibujo o Proyectos a la que asistía cuando vi, por primera vez, un póster en uno de los pasillos relativo a este proyecto. Era un cartel, lo reconozco, cutre, muy cutre, en blanco y negro y mal fotocopiado, en el que se veía de frente una imagen con mucho contraste de la fachada del proyecto en cuestión acompañada de la frase '¿Nichos La General?' en mayúsculas.

La verdad es que, pese a lo sencillo del concepto, me impactó de mala manera. Y yo, que no había mirado un plano del proyecto ni había buscado una imagen del interior, automáticamente me posicioné. 'El Cubo' es el horror, un cementerio urbano. Gris, repetitivo, monótono. Simple, sencillo, aburrido.

Necesité sólo una frase con gancho para emitir un juicio tan precoz.

Y tan equivocado.

Alzado principal de 'El Cubo'. Imagen de Roland Halbe.

Éste, como suele ocurrir con los proyectos que plantean una alternativa a la realidad a la que estamos acostumbrados, fue muy controvertido. Inicialmente no gustaba a casi nadie. Al menos a casi nadie de mi círculo, claro, y qué hace uno cuando su posición, por irreflexiva que sea, se ve apoyada en las de los que le son cercanos; reafirmarla, obviamente.

Quiso la suerte y el tiempo, ése que es tan necesario y que tan poco valoramos y del que tan poco sabemos rodearnos, que el bueno de Campo Baeza viniera a Granada a dar una lección magistral, precisamente, en el polémico 'Cubo'.

Y allí que me fui.

Interior del 'Impluvium de Luz'. Imagen de Hisao Suzuki.

Nada más enfrentarme al acceso y tener ante mí esa mole perfecta, pulcra y pulida, de la que yo no tenía ni idea sobre cómo se podía construir, empecé a tener serias dudas sobre mi valoración. Al atravesar el hall de entrada y girar en busca del lugar en que se encontraban los carteles de la exposición que acompañaba la charla, hice examen de conciencia y casi me puse a rezar allí varios rosarios completos como penitencia. Situarme al lado de una de las cuatro columnas inmensas que sostienen el forjado de cubierta y ver cómo éstas se bañan por la Luz [con mayúsculas] que atraviesa los tres lucernarios en L, fue una experiencia reveladora. Lo digo sin rodeos, una auténtica epifanía. Y no hablo ya de experimentar la variación lumínica que se produce en el patio interior cuando, progresivamente, los haces que atraviesan los lienzos de alabastro van cambiando de dirección con el pasar de las horas al capricho del Sol.

Lienzos de alabastro iluminados. Imagen del usuario de Flickr: Corto Maltes.

Una vez dentro de la sala de conferencias, Campo Baeza desgranó las motivaciones del proyecto. Aquello que respondía a lo planificado y lo que había surgido como consecuencia de una suerte de azar, no de manera fortuita, pero casi, sólo inspirado por una intuición que, estoy seguro, sólo poseen los grandes Maestros.

A partir de ese momento, yo me empeñé, en mi entorno de amistades y familia, en hacerles ver que el proyecto era interesante. Sumamente interesante. Que esa imagen cerrada y dura no se correspondía con el interior, que era todo aire y Luz. Que, de hecho, ese edificio no se levantaba con hormigón armado, sino con Luz, y que ésta tenía grano, como en las imágenes de las películas antiguas, que pesaba, que casi llegaba ser emocional y espiritual, digna de un espacio sacro y no de la sede de un banco.

Ni que decir tiene que esta suerte de arengas, por muy inspiradas o pasionales que pudieran ser en su momento, tuvieron escaso calado.

Sin embargo, hace no mucho, unos cuantos meses a lo sumo, en mis redes sociales me apeteció dedicar una semana a la forma del cubo y sus variaciones en Arquitectura. Reconozco que hice un poco de trampa, ya que el proyecto de Campo Baeza no es un hexaedro perfecto, pero, si las cosas responden al nombre que se les atribuye, el de 'Bankia' es, sin dudas, el cubo más cubo de todos los cubos de Granada.

'El Cubo'. Imagen de Roland Halbe.

Me sorprendió mucho, y muy gratamente, comprobar cómo la acogida fue tremendamente positiva y elogiosa hacia el proyecto. Tanto es así que un amigo, al que tengo por bastante conservador, hizo precisamente un comentario en esa línea, resaltando lo paradójico que es que un edificio que fue duramente criticado, hoy día se haya convertido en icono urbano de la ciudad, imagen de ésta, y que no pase por la cabeza de un solo ciudadano [espero] su desaparición.

Sólo han hecho falta 19 años para llegar a esta situación. A esta aceptación. A este reconocimiento generalizado de las virtudes de una obra.

Y yo lo sentencié en menos de un minuto.

Qué atrevido, qué ignorante.

Hay que insistir: tiempo y paciencia.

Tiempo y paciencia.

El mundo no nos exige una opinión sobre cada tema que recorra la actualidad. Y, si lo hace, que nos dé al menos el margen necesario para que ésta tenga algún sentido y pueda ser tenida en cuenta. De lo contrario, no emitiremos un juicio, sino que sólo verbalizaremos palabrería.

Comentarios

  1. Magnífico texto. Muy interesantes tus reflexiones que por otro lado comparto plenamente.

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    1. Muchas gracias por tus palabras, Juanpe. Siempre es gratificante saber que hay gente que lee estas reflexiones y que sincroniza con ellas :D

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