VACIADO Y RECOLONIZACIÓN

Que la ciudad no es una hoja en blanco es algo que cualquier estudiante de Arquitectura descubre tras su segunda sesión de Urbanística [o Urbanismo, como lo llaman ahora]. Que, además, se trata de un organismo vivo, que no permanece inalterable al paso del tiempo sino que muta, cambia y se transforma en función de las circunstancias sociales, políticas o de cualquier otra índole, se asume cuando un profesor de proyectos te invita a mirar con ojo crítico una procesión de Semana Santa, por más ateo que uno sea, para analizar cómo varían las mecánicas urbanas y cómo los espacios dinámicos y peatonales de una calle se tornan estanciales al llenarse de sillas y graderíos para espectadores mientras que las calzadas, que son el reino del vehículo a motor, son colonizadas por penitentes, bandas de música e imaginería.

Cartel de la ponencia 'The City as a Living Organism' de Rachel Armstrong + Michael Weinstock para la 'Biennal Ciutat i Ciencia' de 2019
Cartel de la ponencia 'The City as a Living Organism' de Rachel Armstrong + Michael Weinstock
para la 'Biennal Ciutat i Ciencia' de 2019

Del mismo modo, es un ejercicio recurrente durante la etapa de formación dejarse caer por mercadillos, ferias o entornos de un evento deportivo para comprobar que, de nuevo, lo que habitualmente es una cosa muy concreta, con unas características muy específicas y definidas, deviene en algo radicalmente distinto de manera puntual. Esto es lo que se conoce como estudiar la Arquitectura de la rutina, o, mejor dicho, estudiar cómo la Arquitectura cambia y se adapta a las variaciones de lo rutinario, de lo establecido, y cómo lo hace de forma natural, espontánea y, hasta cierto punto, instintiva.

En este sentido, recuerdo la insistente afirmación de un profesor de tercero de carrera que no dudaba en repetir, clase tras clase, que no hay mayor lección para el ojo atento de un estudiante de Arquitectura que el trayecto que uno recorre desde su casa, bien temprano por la mañana, hasta que llega a la Escuela. Que, de hecho, siempre, siempre, siempre, había que llevar encima una cinta métrica y lápiz y papel; o bolígrafo y libreta, es indiferente. Algo que nos permitiera detectar y registrar cómo funciona la ciudad, qué hace que sea especialmente cómodo, más allá de las impresionantes vistas, el murete del Mirador de San Nicolás o por qué, en determinadas calles y de forma no preestablecida, se utiliza una acera para avanzar en un sentido y la opuesta para hacerlo en el contrario; cosa que, curiosamente, antes ocurría de manera no forzada y ahora, tras el trance COVID19, nos vemos obligados a cumplir y, paradójicamente y sin responder demasiado a una lógica clara, parece que queramos revelarnos a tal directriz.

Si, ante situaciones tan puntuales o anecdóticas como las mencionadas, intentamos obtener conclusiones y extraer aprendizajes que nos ayuden en nuestra labor futura, tras experimentar hechos tan dramáticos [sí, dramáticos] como la pandemia y su cuarentena asociada de la que ahora empezamos a ver lo que creemos es el principio del fin, habrá que, como poco, hacer un alto en el camino, pararse a pensar largo y tendido y reflexionar; reflexionar para, después, proponer que, en el fondo, es de lo que va la cosa, la profesión. No soy yo quien va a hacer ahora eso porque, como digo, hace falta un tiempo [y un talento] que aún no ha llegado. De hecho, estoy seguro de que no tardarán en surgir tesis doctorales tratando estos asuntos. Y serán todas la mar de interesantes, o eso espero.

Sin embargo, sí podemos y debemos mirar en retrospectiva estos tres meses.

Ojo, tres meses, que se dice pronto. Yo, que soy de naturaleza torpe, cuando escucho cifras en abstracto, sin contexto, me pierdo. Por eso, al hablar de superficies grandes prefiero pensar en cuántos campos de fútbol caben en las hectáreas a las que hace referencia un texto o cuántas plantas tiene un edificio en lugar de intentar comprender cuántos metros mide.

Tres meses son las vacaciones acumuladas por un trabajador durante tres años seguidos. Es un trimestre escolar completo. Es tiempo que necesita un embrión humano para convertirse en feto. Los intensos romances de verano de cualquier adolescente duran menos de tres meses. Tres meses se dice muy pronto pero se pasan [y se han pasado] muy lento.

Y durante este periodo de tiempo hemos podido ver y experimentar situaciones en nuestras ciudades que, bajo ningún concepto, nos podíamos siquiera imaginar. Es interesante darse cuenta, si uno vuelve la vista atrás, del proceso progresivo y continuado de vaciado y recolonización que ha ocurrido en todas las ciudades del mundo afectadas por la pandemia. De la noche a la mañana, se estableció, con carácter urgente, la necesidad de recluirnos en casa. De vaciar por completo las calles. De minimizar las salidas al exterior en la medida de lo posible, intentando que éstas se distanciasen en el tiempo, al menos, una semana. La consecuencia evidente de esta situación fue tan obvia como desconcertante: calles vacías, o mejor, dicho, vaciadas; un halo de tristeza en la población y en la atmósfera, en general, de la que uno se contagiaba de inmediato por más que su naturaleza optimista intentara evitarlo. La ciudad estaba triste, apagada, desangelada. Y es que la ciudad sólo es ciudad, sólo alcanza su objetivo final, cuando es transitada, paseada, recorrida e, incluso, trasgredida.

Plaza de las Pasiegas y Catedral de Granada - Imagen extraída de la web 'El Diario'
Plaza de las Pasiegas y Catedral de Granada - Imagen extraída de la web 'El Diario'

Sin embargo, pasados esos primeros días, esos estadíos iniciales de adaptación a toda situación que nos es nueva y que, además, es asumida como obligación y no como elección, al salir de casa se empezaban a apreciar ciertas cosas que siempre habían estado ahí, pero que difícilmente habíamos sido capaces de detectar. Quizá porque estaban ocultas tras las prisas y las miserias de la cotidianeidad o porque el ruido de los coches apagaba cualquier intento de poder apreciarlas.

Recuerdo sorprenderme a mí mismo cuando, una mañana en que tuve que escaparme a recoger un paquete, mientras esperaba a que el semáforo se pusiera en verde [aunque no había nadie esperando para cruzar], escuché mi propia voz tarareando una canción en pleno centro de Granada. O aquella otra vez en que, de nuevo, parado en otro semáforo, adiviné que una joven se acercaba en la distancia al oír el taconeo de sus zapatos. En esos días, la ciudad parecía una escena de ‘El Gran Silencio’. Del mismo modo, no son pocos los amigos y conocidos que me han comentado lo agradable que era, dentro de las circunstancias, salir a comprar un sábado soleado con la melodía de los pájaros de ciudad cantando de fondo.

Y eso que nos han robado la primavera.

En estos días hemos aprendido a ser críticos con nuestras casas y nuestras necesidades. Nos hemos dado cuenta de que los balcones no son una futura extensión de nuestro salón sino que cumplen una función vital que es torpe ignorar. En estos tres meses, quien ha tenido un patio, una terraza o un terreno por el que poder deambular, ha sido el más privilegiado de los hombres.

Por eso mismo todos recibimos con tanta alegría la posibilidad de salir a hacer deporte, aunque fuera a horas complicadas. Y era emocionante ver la ciudad tomada por las bicicletas y no por los coches. Y se cogía un pellizco de satisfacción en el estómago cuando se leía que la bici sería el vehículo del futuro, que se planteaban carriles específicos para ciclistas que serían identidades urbanas de especial protección. Y las consecuencias de ello derivadas eran igualmente alentadoras; o incluso más. Las boinas de contaminación desaparecieron y la calidad del aire de nuestras urbes mejoró muy sensiblemente. La proclama tantas veces defendida por organizaciones en defensa de lo sostenible y amigable con el medio ambiente se revelaba una realidad ineludible y aplastante.

La ciudad, ese organismo gigantesco escenario de todas nuestras vidas, de nuevo, se adaptó a una realidad distinta, más amable, más feliz y más sana.

Imagen de Javier Albiñana para la web del periódico 'Málaga Hoy'
Imagen de Javier Albiñana para la web del periódico 'Málaga Hoy'

Ahora que todo el territorio nacional ha pasado de fase y estamos en una situación de mayor libertad de desplazamiento, tengo cierto temor de que, con el pasar de los días, volvamos al punto de partida sin haber aprendido nada. Algún amigo me ha comentado que espera que dentro de unos años recordemos este trance como una anécdota y yo, personalmente, rezo porque nos acordemos de él como lo que realmente ha sido: una tragedia que debe hacernos replantearnos nuestros modos de vida y, también, la configuración de las ciudades en que éstos se desarrollan.

Sin embargo, soy pesimista. Por las mañanas ya no hay más bicicletas que coches en el centro de la ciudad. Las nubes de contaminación, de nuevo, ensombrecen nuestras aceras. Y ya no se escucha el cantar de los pájaros de ciudad al ir a comprar porque todo sonido, por bello que sea, es apagado por el zumbido impertinente de los motores y las bocinas. De nuevo, empezamos a vivir en una espiral de urgencias, de estrés y de ansiedad. Y, no obstante, la ciudad, a pesar de todo, sabrá adaptarse a nosotros, aunque no sea sano, aunque no sea lo adecuado.

Sin embargo, aunque me apena un poco esta situación, la entiendo y la comprendo, porque yo no soy ajeno a ella y, muy seguramente, acabe metido de lleno en ese círculo vicioso de prisas y comodidad que forma una paradoja extraña.

Me preocupa bastante más y, de hecho, me da miedo, que los arquitectos, políticos y planificadores no hayamos sacado nada en claro de esto. Que no pongamos en cuestión la necesidad o la oportunidad de llevar a cabo determinados proyectos. Que algunas medidas que se han tomado y que, teniendo los errores propios de la premura, son buenas, recomendables y merecería la pena perpetuarlas, se revoquen o queden en el olvido en favor de costumbres y dinámicas anteriores.

Me da miedo que sigamos pensando que es necesario construir el nuevo rascacielos más alto del mundo justo a dos manzanas del que ostentaba ese dudoso honor hace dos meses. Me da miedo que decidamos cargarnos de un plumazo todas las iniciativas para fomentar el transporte individual no motorizado de golpe, por considerarlas oportunas sólo en una situación de excepcionalidad, cuando lo realmente excepcional debería ser concederle al vehículo la mayor superficie disponible de calle en detrimento del espacio reservado para el peatón. Me da miedo, en suma, que no hayamos aprendido nada.

Decía José Ramón Hernández Correa en su siempre recomendable blog Arquitectamos Locos, que los arquitectos nos hemos caído del guindo en el que vivíamos, ése que en ocasiones nos mantenía alejados de la realidad, para darnos de bruces contra la verdad de una forma inevitable. Y tiene razón. Pero mi miedo es que nos hayamos caído de ese guindo y, sin embargo, estemos deseando subirnos a él de nuevo. Porque es más cómodo, porque es más fácil.

Y estos miedos  no desaparecen sino que, de hecho, aumentan, cuando uno lee que la Comunidad de Madrid presenta un nuevo hospital de emergencias y ve infografías y planimetrías bastante desarrolladas.

Hospital de Emergencias de la Comunidad de Madrid - Imagen extraída de la web de la 'Comunidad de Madrid'
Hospital de Emergencias de la Comunidad de Madrid - Imagen extraída de la web de la 'Comunidad de Madrid'

En tres meses. Un hospital de más de medio millón de metros cuadrados en total. De un cuarto de millón de metros cuadrados de superficie máxima construida. De 50.000.000 de Euros.

En tres meses, que se dice pronto pero que se pasan muy lento.

Dice Álvaro Siza en el libro ‘Conversaciones con Valdemar Cruz’ que el principal problema al que se enfrenta la Arquitectura y el arquitecto en su labor tiene que ver con la gestión del tiempo. Que, normalmente, los proyectos deben desarrollarse en muy poco tiempo y, sin embargo, se eternizan al construirse. Que no hay tiempo para pensar. Que se construyen edificios que han sido diseñados sin pensar, porque no ha habido tiempo para hacerlo.

Portada del libro 'Conversaciones de Valdemar Cruz' - Editorial Gustavo Gili
Portada del libro 'Conversaciones de Valdemar Cruz' - Editorial Gustavo Gili

Siza, como siempre, es certero.

Tres meses para un hospital de esa envergadura no es suficiente. Creer lo contrario es pensar que la Arquitectura son dibujitos caprichosos y que un edificio se puede construir como la suma de muchas piezas sueltas, como si se tratase de un Lego o de una versión renovada de Mr. Potato.

La pandemia no ha sido un espejo en el que mirar nuestro reflejo. La pandemia está siendo un abismo Nietzscheano que nos mira, nos analiza y nos escupe lo trágico de nuestra realidad que debe ser cambiado. Que urge que sea cambiado. Pero que necesita tiempo para llevarse a cabo.

Sólo un torpe es incapaz de pasar por una situación dramática sin extraer ningún aprendizaje. Y, por desgracia, en este aspecto, ni Arquitectos ni no Arquitectos nos podemos permitir el lujo de la torpeza.

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