MI REINO POR UN BALCÓN

Siempre he sentido atracción por lo indefinido. Por lo que no es de una forma ni de la contraria. Ni blanco ni negro. Por aquello que se sale de los límites de la convención y lo establecido y que habita en la frontera de lo posible. Esa frontera en la que, al balancearse levemente, se termina inmerso en uno de los flancos para dar la espalda definitivamente a la alternativa disponible.

Por eso me interesan más las personas que no presumen de fuertes convicciones, porque es en ellas donde reside la duda. La disyuntiva razonable. La posibilidad y, sobre todo, la voluntad de cambio y evolución.

Imagen de Ramón Masats, año 1960
Técnica: Gelatinobromuro de plata sobre papel

En Arquitectura somos tendentes a definir los espacios, a encasillarlos en un determinado uso al que habrán de ajustarse de la mejor manera posible para, así, cumplir su función. Las normativas no ayudan, claro, más al contrario, pues establecen restricciones importantes en base al fin al que una determinada estancia habrá de servir. Un dormitorio será un dormitorio hasta el final de sus días, una cocina habrá de mantenerse entre fuegos y cacerolas mientras la casa siga en pie y qué decir del baño o la cochera.

Es cierto que, cada vez más y, sobre todo, en proyectos contemporáneos de cierto nivel, se está introduciendo la multiplicidad de usos, de forma alternativa o simultánea, como una variable más. Sin embargo, debo confesar que, con frecuencia, estas estancias me aburren un poco, porque tiendo a verlas todas muy parecidas entre sí. Quirúrgicas, blancas, saturadas de luz artificial y con una forma que suele transmitirme poco. Pero admito que el problema puede ser mío, que sea yo el que aún no le ha pillado el punto a estas ideas y que todavía me haga falta digerirlas un poco más.

Curiosamente, los usuarios, los dueños de las viviendas, son firmes transgresores de esta realidad y raro será que un hogar permanezca inmutable con el pasar de los años. Que la cocina no se una al lavadero. Que, cuando la abuela se hace mayor y se viene a vivir a casa porque ya no puede valerse por sí misma, la salita de estar no se configure en un lugar híbrido donde esa función de estar que ya cumplía sobradamente se alterne con el descanso al introducir una cama junto al sillón. O que, en la casita unifamiliar del municipio del área metropolitana de cualquier ciudad sin nombre, la cochera en semisótano se reforme para convertirse en un salón de verano, aprovechando las condiciones favorables de una construcción semienterrada que ayudará a que la familia pueda paliar los rigores de los meses de julio y agosto.

'Quinta Monroy' en la actualidad
Imagen del estudio de arquitectura 'Elemental', de Alejandro Aravena

Y, si hacemos un recorrido breve por la historia de la Arquitectura doméstica, comprobaremos que han existido y existen estancias y espacios caracterizados por una fuerte indefinición que les ha llevado a gozar de una gran capacidad de adaptabilidad a las exigencias del usuario en cada momento. El boudoir, al que Carmen Espegel le dedica un amplio capítulo en su Heroínas del Espacio, podría ser un ejemplo de este tipo de ámbitos de la casa en los que la ambigüedad caracteriza al lugar, pues se trataba de una especie de habitación reservada a las mujeres, a la que invitarían a quienes ellas quisieran, bien para charlar, bien para tomar té o bien para lo que fuera menester, y que estaba rodeada de un halo de secretismo, de ocultación, que la transformaba en una suerte de reino velado de lo posible [y de lo imposible, también].

Portada del libro 'Heroínas del Espacio' de Carmen Espegel

Yendo hacia delante en el tiempo, no cabe duda de que la entrada de una vivienda, el vestíbulo, es un lugar frontera, a medio camino entre lo común y lo íntimo. Allí se pueden mantener frías conversaciones con un comercial, experimentar miedos atroces al recibir una carta certificada [siempre cuervo de malas noticias] o disfrutar de un tórrido juego de seducción y desnudez al llegar a casa tras tomar unos vinos un viernes por la noche.

Sin embargo, y mira que el vestíbulo como concepto me interesa bastante, hay otro lugar de la vivienda que me divierte y fascina mucho más. Quizá por su vocación voyeur.

Se trata del balcón. La terraza también, pero menos. Es el balcón, creo yo, el espacio ambiguo e indefinido por excelencia, al menos en lo referente a lo doméstico. Y por eso me apasiona reflexionar sobre ellos, mirarlos por la calle, analizarlos y buscar lógicas tras los balcones. E, incluso, inventar las vidas de los dueños de una vivienda sólo teniendo la configuración ordenada, azarosa o alocada de su balcón como fuente de inspiración.

'Instituto de Investigaciones Biológicas', Miguel Fisac
Imagen extraída de la 'Fundación Fisac'

Según la RAE, un balcón es una ventana abierta hasta el suelo de la habitación, generalmente con prolongación voladiza, con barandilla. Resulta curioso buscar definiciones de palabras que empleamos a diario para darnos cuenta de que el concepto que les asociamos no siempre es preciso. Jamás se me habría ocurrido que una ventana sin voladizo, o sea, que no me permitiera salir y exponerme al aire de la ciudad, fuera un balcón. Y me llama la atención porque precisamente lo que me interesa de un balcón es la posibilidad que ofrece de apropiarse del espacio exterior. O, mejor dicho, del aire exterior. De hacer lo público, lo común, privado.

Apoyado en la barandilla de un balcón uno se siente vigía. Un espía de las dinámicas de la ciudad y su barrio que, protegido por el anonimato que da la distancia, se atreve a inmiscuirse en vida de los transeúntes. Y de los vecinos. Pero uno también se convierte en espiado y, a veces, nos sentimos intimidados cuando un paseante alza la vista y nuestras miradas se cruzan y conectan, aunque sólo sea levemente durante unos segundos, porque sentimos que ese ciudadano sin nombre, de alguna forma, está penetrando en el espacio íntimo de nuestra casa.

El balcón es una realidad que flota entre lo urbano y lo doméstico. Entre lo colectivo y lo individual. Entre lo público y lo privado. Lo expuesto y lo secreto.

Aunque hay ejemplos contemporáneos de gran belleza [Fisac y Sáenz de Oíza tienen algunos muy interesantes], la realidad es que en tiempos recientes no es precisamente el balcón el lugar en que el arquitecto pone todo su esfuerzo creativo. Quizá por eso mismo sea una especie de cajón de sastre en que cabe todo.

Imagen extraída del blog 'Cien Ladrillos'

De un tiempo a esta parte, no era infrecuente que se emplease como almacén o trastero. La bicicleta estática resaca de un arrebato de ponerse en forma sin salir de casa descansa apoyada en la baranda de acero oxidado. El castillo de juguete de un niño que ya ha dejado de serlo y que se preocupa más por el mundo virtual que por el físico y real es abandonado al olvido. Y las herramientas que nunca se sabe dónde ubicar en un piso del centro de la ciudad quedan perfectamente ordenadas en un armario de plástico gris, feo como él sólo, en el balcón corrido del comedor.

También ha servido como lugar en el que dar rienda suelta a las inquietudes creativas y botánicas de jóvenes y mayores. Recuerdo un anuncio de Ikea [o puede que cualquier otra marca comercial] en el que, haciendo reivindicación de esa idea ficticia del poder absoluto que el dueño de una casa tiene sobre el inmueble, aparecían balcones y terrazas cuyos suelos estaban cubiertos de césped artificial y las parras, los rosales y las plantas aromáticas se mezclaban con muebles hechos de palés reciclados.

Lo mismo era un anuncio de cerveza.

Imagen de Paco Puentes para la Web de 'El País'

También han sido, y lo siguen siendo, el altavoz del propietario hacia la calle. Los hombres y mujeres somos así, aunque digamos lo contrario, queremos que nuestra voz se oiga. Que se conozca nuestra opinión y sea tenida en cuenta. Así, las barandillas de nuestros balcones se han transformado en lienzos de nuestras proclamas. Banderas nacionalistas, independentistas, republicanas y arcoíris. De nuestro equipo de fútbol, de nuestra casa preferida de Juego de Tronos, de nuestra banda de rock por excelencia. O, más recientemente, de elaborados [más o menos torpemente] carteles con mensaje de ánimo para superar la situación en los primeros días de cuarentena que terminaron mezclándose con otros de agradecimiento al Personal Sanitario y Fuerzas de Seguridad y otros de reproche y hastío. En fin, un poco de todo, como en botica, porque precisamente eso es lo que alienta y fomenta una tipología así, tan versátil.

Y es que ha sido durante este periodo tan traumático cuando, quizá, hemos aprendido a valorar un balcón.

Mi reino por un balcón, porque en mi balcón soy el rey del mundo. Porque es lo más próximo que voy a estar de sentirme libre, en la calle y con posibilidad de socializar, aunque sea en la distancia. Aunque sólo sea durante cinco minutos al día dando aplausos.

Son estas situaciones traumáticas, que nos enfrentan a realidades difíciles, las que nos abren las puertas de la imaginación. Puertas que normalmente se encuentran fuertemente cerradas por la rutina y por las convenciones.

Imagen de Carlos Alvarez en la web de 'Huffington Post'

Es posible que, tras haber disfrutado, por no poder ir de bares, del placer de tomar una cerveza helada en casa sentados en el balcón del salón, flotando a 12 metros sobre el suelo de lo que habitualmente es un acalle concurrida, hayamos empezado a apreciar los placeres que nos puede dar ese lugar que no está ni dentro ni fuera de casa, sino justo en medio. O que esa cena con velas que preparamos durante toda una tarde porque no teníamos que ir a trabajar y que disfrutamos tanto como el más elaborado de los menús, nos haya hecho pensar que tenemos la gran suerte de disponer de un espacio especial que puede y debe ser cuidado; y que quizá no sea razonable convertirlo en un trastero.

Puede, de hecho, que los arquitectos nos hayamos dado cuenta de que un balcón no es sólo un voladizo de un metro y poco de ancho y que, por lo tanto, prestemos algo más de atención a su diseño. Puede, incluso, que hayamos caído en la cuenta de que hacer vida en el balcón, o en el patio o la terraza, sea la única forma feliz de atravesar una experiencia complicada que, ojalá no, no es descartable que se vuelva a repetir.

Y puede que, precisamente por eso, los arquitectos, como creadores, hayamos aprendido que es necesario actuar en consecuencia.

O puede que no.

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