RECORRIENDO CORRIENTES CIRCULARES DE TIEMPO

Me gusta imaginar que la vida es un camino de trayectoria circular. Uno que parece orbitar en torno a un centro imaginario que nos obliga a no apartarnos demasiado de él. Así, pasa el tiempo –un año, dos o una década– y parece, en ocasiones, que nos encontremos en el mismo punto exacto en que estábamos unos meses atrás.  

A veces, esto nos frustra, nos hace sentir incapaces pues, contra toda lógica, y pese a que el tiempo ha avanzado inexorablemente, nosotros hemos permanecido inanes a su empuje. Otras veces, pensamos que nos hemos acomodado, que estamos repanchingados en nuestra zona de confort y que, así, con dificultad lograremos progresar o mejorar.

Sin embargo, creo que todos estos latigazos que nos autoinflingimos responden sólo a falta de miras. Del mismo modo que, cuando uno está enfrascado resolviendo un recoveco de una planta, es incapaz de ver el proyecto en su totalidad y, por eso mismo, conviene, cada cierto tiempo, levantarse de la silla y analizar la obra en conjunto, con su contexto incluido, por aquello de tomar perspectiva de la situación, con las vivencias personales pasa algo parecido: hay que ampliar el campo de batalla.

A veces hay que apretar la rueda del scroll y mover el ratón lentamente.

Los que, como yo, hayan utilizado alguna vez un programa de dibujo asistido por ordenador, sabrán que, habitualmente, al hacer esto, la interfaz del software pasa de las dos dimensiones al mundo virtual con alto, ancho y fondo. Es decir, aparece la tercera dimensión. Y, con ella, uno se da cuenta de que lo que tenía delante no era, ni mucho menos, algo plano y liso sino que, más al contrario, tenía y tiene fondo.

Mucho fondo.

O, lo que es lo mismo, que esa vida circular y aburrida que creíamos recorrer es, en realidad, de trazado helicoidal. Un muelle, si se quiere tener una imagen mental más clara. Y que, cuando pensábamos estar, de nuevo, en el mismo punto exacto que en una época anterior, teníamos la percepción sólo acertada a medias, ya que, en realidad, y sin darnos cuenta, nos encontramos un poquito más arriba dentro de este muelle infinito.

Nuestra realidad ha cambiado. O lo ha hecho nuestro contexto. O, aunque no nos demos cuenta, no somos la misma persona y, por tanto, el punto en el que nos encontramos nunca, jamás, podrá ser el mismo. Siempre estaremos un poquito más arriba. Mucho o poco, dependerá del paso de cada vuelta, pero a más altura, seguro.

Metamorfosis, de Louise Bougeois.

Me permito soltar esta abstracción –que muchos interpretarán como estrambótica, otros como ridícula y puede que algunos, los menos, como interesante– porque fue una de las ideas que, de nuevo –pues es un tema recurrente–, me asaltó durante la charla que José Francisco García Sánchez impartió el pasado viernes 11 de Marzo.  

Porque el joven arquitecto y profesor dedicó no poco tiempo a hablar del fracaso. Del fracaso como hecho cotidiano.

Yo, que tantas cosas he intentado y en tantas he terminado hundiéndome hasta la barbilla, no pude más que poner las orejas de punta –como galgo que ve liebre correr– y prestar toda mi atención. Porque, cuando uno acude a una charla de este tipo, lo que espera oír son los éxitos. Las loas, el boato y los méritos. Los premios, las palmadas en la espalda y los vítores.

La felicidad, el optimismo y, en cierto modo, la impostada naturalidad de que las cosas, porque sí, han de salir siempre bien.

Lo que uno nunca, jamás, anticipa que va a escuchar en una ponencia es que en la vida se fracasa.

Se pierde.

Que la derrota es una compañera de viaje que, además, se sentará de copiloto a nuestro lado en muchas más ocasiones que la victoria, que siempre será como ese amigo que vive fuera, en otra ciudad, con el que intentamos hablar con frecuencia, pero cuya conversación siempre termina con un agridulce ‘a ver si nos vemos’.

Y que, cuando por fin sales de fiesta con él, la noche es memorable, claro está.

Este hecho, este dedicar parte de la ponencia al coco al que nadie que ambicione el triunfo se quiere enfrentar, me hizo tener muy claro, desde el principio, que José Francisco no es un arquitecto al uso. Porque un arquitecto al uso tampoco empieza una charla afirmando, de forma tajante y con dulce voz, que es imperioso tratar bien las cosas, a la arquitectura y, sobre todo, a las personas.

Esta aseveración a cualquiera le hará ver que el almeriense es el fiel reflejo de un cambio de paradigma que se lleva gestando de un tiempo a esta parte en el gremio. Una nueva visión de la Arquitectura que ya no trata al usuario –al cliente– como alguien que ha de plegarse a los deseos del diseño y a los rigores de la obra construida, sino que, en todo caso, promueve una adaptación, por parte de habitante y realidad habitada, que ha de ser mutua. El usuario contemporáneo ya no es un ente anónimo, un estándar que ha de cumplir cuatro funciones vitales diarias –vivencia en casa, trabajo, ocio y desplazamientos entre las tres anteriores– y que, por ello, pueden obviarse todas sus particularidades personales, sino que se trata de un ser único, con sus dramas y circunstancias. Por eso, precisamente, el buen arquitecto del siglo XXI ha de ser capaz de responder a estas vicisitudes propias de cada persona o, al menos, imaginar diseños lo suficientemente mutables o abiertos a la posibilidad cambio.

Otra de las reflexiones que, de pasada, comentó, hace referencia a la necesidad de poner en valor aquello que nos rodea. Nuestra realidad más inmediata. También en Arquitectura, claro.

Lo hacía –y esto entronca con una frase que Antonio Cayuelas, profesor de la asignatura en la que esta ponencia estaba enmarcada– solía soltar en clase de Proyectos III cuando, hace muchos años ya, yo era alumno suyo. El arquitecto sevillano afirmaba que pocas enseñanzas más grandes recibe un estudiante de Arquitectura que las que sea capaz de captar, con ojo atento, en el camino que va de la Escuela a su casa. O, hablando en plata, si el campo de trabajo del estudiante y futuro arquitecto es la ciudad, por narices habrá de estar constantemente analizándola. Una y otra vez, sin descanso, descubriendo sus logros y sus deficiencias. Del mismo modo que un entrenador, uno que sea bueno de verdad, verá repetido el último partido de su equipo un millar de veces para analizar qué y por qué hay cosas que han ido bien y a qué causas responden aquellas otras que han ido mal.

Viviendas en la Avenida América, obra de Carlos Pfeifer, Fernando Higueras y Antonio Miró

José Francisco lo hizo, además, refiriéndose a la necesidad de poner en valor las obras de Arquitectura que nos rodean y, para ilustrarlo, habló de una que a mí, desde pequeño, siempre me ha atraído y, hasta hace no mucho, nunca supe por qué. Se trata de las viviendas en la Avenida América, obra de Carlos Pfeifer, Fernando Higueras y Antonio Miró.

Yo, que de pipiolo acudía a los bajos de estos edificios a que me recetasen nuevas plantillas para mis pies planos, no sabía aún por qué, pero me sentía poderosamente atraído por sus formas. Y eso que, a priori, pueden antojarse como relativamente vulgares o comunes. No fue hasta que consulté la Tesis Doctoral de Ricardo Hernández Soriano‘El estilo internacional en Granada’, páginas 313 y 314– hace algunos años, cuando, analizando sus plantas, entendí el motivo de mi secreta admiración.

De nuevo, este subrayar las obras cercanas, ésas que se tienen a tiro de piedra, como objeto de análisis y estudio, revela en José Francisco un modo de ver el mundo por parte de la Arquitectura que se aleja de la dictadura de las revistas especializadas y se vuelca de lleno en aquello que podemos visitar, recorrer y tocar.

Tengo que decir que, afortunadamente, al menos en Granada, esta nueva manera de aproximarse a las obras que nos anteceden se ha impuesto y empieza a ser común entre los arquitectos más jóvenes. Prueba de ello son, por ejemplo, no sólo algunas de las reflexiones que los ponentes que anteceden a José FranciscoCarlos Gor, Pedro Mena y Tomás García Píriz– han comentado en clase o el ciclo de ponencias y la exposición a ellas asociada que el estudio granadino ‘AMAT Arquitectos’ ha desarrollado en su oficina bajo el nombre de ‘Arquitectos Olvidados’.

'Arquitectos Olvidados', de AMAT Arquitectos.

Sin embargo, y como bien subrayó el profesor de Proyectos, no hay que caer en el chovinismo. O, en sus palabras, ‘Granada está muy bien, pero hay más cosas’. Y es que, no cabe duda, el arquitecto debe viajar. Porque no sólo de lo inmediato se puede aprender.

Y, aunque se pueda, no se debe. No exclusivamente.

Que los viajes, a determinados arquitectos, les han supuesto un giro radical en su trayectoria. Una apertura de mente que les ha llevado a un nivel superior en su desarrollo es algo que Luis Moreno Mansilla desarrolló con absoluta solvencia en su tesis ‘Apuntes de Viaje al Interior del Tiempo’. Libro que, por cierto, recomiendo leer encarecidamente no sólo a los profesionales, sino  cualquiera interesado en el ámbito de la Arquitectura.

Le Corbusier en Oriente, Wright en Japón, Foster y Mies en EEUU son sólo algunos de los ejemplos más inmediatos en que cualquiera puede pensar.

Supongo que cualquiera que haya llegado hasta aquí, pronto comprenderá que el arquitecto en cuestión, tiene una vocación docente, pedagoga y comunicadora importante. Cómo él mismo comentó en la charla, su labor se mueve en tres planos: la investigación, la docencia y la práctica arquitectónica.

Si sobre los dos primeros ya me he extendido en profundidad, quizá sea el momento de entrar en materia con el tercero. Y, aunque estoy seguro, podría haber comentado más proyectos, se limitó a desarrollar sus dos únicas obras construidas: las casas Gallarda y Jacaranda.

Casa Gallarda, obra de José Francisco García Sánchez

Ambas son intervenciones limpias, claras y con una representatividad importante –pese al tamaño relativamente reducido de la primera–. Personalmente, me sorprendió mucho comprobar cómo la riqueza espacial que se descubre en sus interiores pasa desapercibida en sus plantas. Y, ojo, no lo digo como crítica –si a alguien habría que criticar es a este supuesto arquitecto que aquí escribe y que carece de las capacidades necesarias para interpretar un plano en toda su riqueza– sino como una sincera alabanza. Ya que éstas son limpias, claras, ordenadas y jerarquizadas y, sin embargo, una vez que se incorpora la tercera dimensión, la altura, desbordan una variedad espacial y una belleza lumínica que yo, al menos, no soy capaz de intuir.

Una vez más, hay que ampliar el campo de batalla. Tenemos que pulsar el scroll del ratón lentamente y descubrir que lo que tenemos delante no es, ni mucho menos, plano y aburrido.

Se trata, en suma, de dos intervenciones contundentes, pero no tiranas; modernas, pero, a la vez, se nos antojan como conformadas por motivaciones que podemos identificar en obras de las generaciones anteriores. Proyectos que, en definitiva y como decía Coltrane, tienen que mirar both directions at once’, al pasado y al futuro.

Casa Jacaranda, obra de José Francisco García Sánchez

En mitad de la charla, en una de las diapositivas, apareció la imagen de Antonio Jiménez Torrecillas y, en otra, la de Emilio Tuñón, ambos docentes y maestros de José Francisco. Como mi cabeza deambula por derroteros difícilmente justificables, me asaltó una anécdota que, hace un tiempo, leí al periodista y arquitecto, tristemente fallecido, Julio Malo de Molina.

En ella, a él, en una conversación, Luis Moreno Mansilla, compañero de estudio de Emilio Tuñón y, por desgracia, fallecido también, comentaba al bueno de Julio que, en vida, uno termina dedicándose a lo segundo que mejor se le da. A esta afirmación respondía el gaditano que no quería saber qué leches sería lo que mejor se le daba hacer a Mansilla en vista de su desbordante talento en la Arquitectura.

Yo, por mi parte, sólo espero y deseo que José Francisco llegue a ser la excepción que rompa la regla de Mansilla y que, antes o después, su producción arquitectónica llegue a ser su principal dedicación, porque, estoy convencido, nos dará muchas alegrías en forma de grandes obras construidas.

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