LECCIONES APRENDIDAS

Suele decirse que el primero es el paso más difícil de dar. Que, tras éste, en el que uno rompe una barrera invisible que le atenaza y frena, todo viene rodado. Que los siguientes se suceden de forma consecutiva, casi impulsiva y natural. Que lo difícil de una actividad o de una dedicación es empezarla.

Yo estoy en profundo desacuerdo con tal afirmación. Para mí, el paso inicial es el más sencillo de todos, el espontáneo. El que sale sin pensarlo, sin meditarlo ni someterlo a un juicio prolongado. De hecho, si me paro a pensarlo un momento, y, la verdad, casi mejor no hacerlo, mi vida es una sucesión interminable de primeros pasos. Pasos que, en su mayoría, no han tenido una consecuencia o continuidad. Que han sido aislados. Flor de un día. Tan fugaces como la vida de una mosca, que revolotea intensamente durante medio mes y, pasado éste, de ella sólo queda el recuerdo de su molesto y pesado zumbido.  

Por eso, quizá porque uno termina por idealizar aquello de lo que carece, admiro mucho la tenacidad y la constancia no sólo en el trabajo, sino, en general, en cualquier ámbito de la vida. Las profesiones y actividades creativas, por más que el común de los mortales tenga una impresión contraria [con frecuencia exagerada y magnificada por cine y televisión], son, en definitiva, una carrera de fondo. Realizar el más sencillo acto de creación implica ascender por una escalera de caracol en la que, aunque se sube y se avanza constantemente, por su desarrollo helicoidal, a veces, se tiene la sensación de permanecer en el mismo lugar. Un poco más arriba, cierto, pero manteniendo una perspectiva similar de las cosas.

Fotografía de Enric Miralles Moya. Tomada por Maria Birulés Pons y extraía de la 'Fundación Enric Miralles'

Decía Enric Miralles, del que recientemente se han cumplido veinte años de su fallecimiento, que algunos colegas, con frecuencia, solían comentarle que les resultaba curioso que en su estudio trabajasen en muchos proyectos a la vez y, claro, le preguntaban cómo era posible tal cosa. Cómo lo hacía para lidiar con esa situación. Él, con la sencillez en el hablar que siempre mostraba aunque lo que comunicase fuera terriblemente complejo, afirmaba que no es que hubiera muchos nuevos encargos en los que embarcarse sino que, más bien, lo que ocurría es que tenía pocos proyectos que se prolongaban mucho en el tiempo y, por tanto, acababan todos por convivir, retroalimentándose y dando la sensación de ser una oficina que constantemente tenía nuevas obras por hacer.

Ligado a eso, comenta en el mismo documental ['Aprendizajes de Arquitecto', de Gustavo Cortés Bueno y publicado por la 'Fundación Arquia' en su número 15 de la colección 'Arquia Documental'] que, como es lógico, terminaba por cogerle un afecto especial a cada obra, hasta tal punto que llegaba a casi negarse a darla por finalizada. A poder decir, hasta aquí, ya está concluida, no hay nada más que se pueda añadir ni forma de mejorarla. Este proyecto ya no me pertenece, es hora de que sirva a su fin.

'Aprendizajes de Arquitecto', de Gustavo Cortés Bueno y publicado por la 'Fundación Arquia'

Esto, que nos ha pasado a todos los que alguna vez hemos cogido un lápiz y un folio para empezar a bosquejar un edificio y llevarlo, meses mediante, a la etapa previa a la construcción, lo sintetizaba el bueno de Miralles con la sobradamente conocida afirmación del personaje de Herman Melville 'Bartleby, el escribiente'. Si empezaba a notar que un trabajo estaba próximo a su fin o algún colaborador le hacía algún comentario ante la necesidad de darlo por terminado, él simplemente respondía con un escueto 'preferiría no hacerlo'.

No hace falta ser un genio para intuir cómo y por qué decidí tomar prestada esta idea para mi identidad digital.

Cuando se descubren, en personas que, para uno, son consideradas referentes indudables, patrones o comportamientos en los que se ve reflejado, inmediatamente se necesita indagar más. Descubrir un poquito más. Creo que es un comportamiento que es inherente al ser humano; porque eso nos hace sentirnos comprendidos. Menos bicho raro y más ente común.

Así que, tras ver ese documental, busqué, años ha, otros más en los que Enric profundizase en su proceso creativo. En una entrevista que leí en la revista 'El Croquis', cuando se refiere al edificio que diseñó junto con la que, por entonces, era su pareja y socia, Carme Pinós i Desplat, para el 'Palacio de Deportes' de Huesca, insistía en la aparición, en los croquis, que siempre intentaba realizar desde cero, sin tener en mente los que hubiera dibujado en la jornada anterior o unas horas antes, de una serie de líneas [líneas de fuerza, creo recordar que las llamaba], que se repetían insistentemente. Que tenían peso y presencia; que reclamaban existir.

Estos trazos, que no tenían por qué considerarse directamente paramentos, muros ni cualquier otro tipo de realidad con voluntad de ser construida, terminarían por definir el proyecto definitivamente. Aunque no se consolidasen en una materialidad tangible. Pero que se concretarían, de alguna forma, en un rasgo definitorio de la obra acabada. En un recorrido especialmente trascendente. En un eje de articulación de espacios. En la necesidad de generar un límite, un borde o una barrera; o, justo lo contrario, una línea que marca el lugar en el que tendría que haber, necesariamente, un contacto entre dos ámbitos colindantes.

'Conversaciones con Enric Miralles'. Editado por Carles Muro para Gustavo Gili

En el libro 'Conversaciones con Enric Miralles' el propio arquitecto catalán confiesa que este proceder tiene mucho que ver con un pasaje de la vida del escultor y pintor Alberto Giacometti que le impactó considerablemente.

James Lord le pidió al artista suizo que le hiciera un retrato. Él sentado de frente. Nada especialmente complejo ni enrevesado, algo, de hecho, relativamente simple. Pero, cuando el encargado de realizar una obra es una persona de la naturaleza de Giacometti, lo sencillo puede hacerse esperar.

De hecho, lo previsible es que la sencillez no acuda ni al lugar ni en el momento acordados.

Durante dieciocho sesiones consecutivas Giacometti y Lord se citaron, a la misma hora, para avanzar en el retrato. Y durante esos dieciocho encuentros, en todos ellos, Giacometti comenzaba sus trazos desde cero, ignorando por completo los que ya existieran de días anteriores. El lienzo, aunque pasadas varias jornadas estaba ya totalmente tintado de gris y negro, era, para el artista, la más blanca de las hojas. La más pulcra e impecable de las superficies en la que comenzar, de nuevo, un retrato que parecía nunca querer acabar.

Con el suceder de las horas de trabajo, la expresión del retratado iba cambiando. Por aquí aparecía un trazo que, se intuye, pretendía reflejar el paso de la edad en Lord; más tarde una sombra cenicienta diluiría esa arruga y, como consecuencia, el rostro del escritor tendría una expresión menos ajada. Los ojos puede que no siempre mantuvieran su posición, que un día estuviesen levemente más elevados, o menos separados o más cerrados.

Cada día Lord era retratado completamente. Cada día Giacometti captaba una imagen diferente pero, en el fondo, muy parecida, de él.

Retrato de James Lord por Alberto Giacometti

Cuál era la acertada, ¿la del primer día o la de último? En opinión de Miralles, todas y ninguna a la vez. Pero, sobre todo, la más próxima a la realidad era la suma de todas ellas. Ese enorme maremágnum de líneas y rayas que, sumadas, generaban una suerte de dibujo animado en el que se podían apreciar, a golpe de vista, varias expresiones combinadas. En el que se intuía el cansancio de un día superpuesto con la ilusión de la jornada anterior y mezclado con la calma del amanecer que vendrá.

Este tipo de procesos creativos que denotan un apego a la obra próximo al enamoramiento corren el riesgo de eternizarse. De no acabar nunca. Y de que, por el camino, aquél encargado de llevarlos a cabo caiga en el exceso. Que pierda la templanza y que asuma que siempre se puede añadir algo más o cambiar algún detalle.

Recuerdo a un profesor de dibujo que nos decía con insistencia que pocas virtudes hay más grandes para un arquitecto que la contención. El saber dónde parar. En relación a las acuarelas, para las que siempre he sido un negado, nos decía que hay un instante en el que un dibujo se empieza a ir al garete. Es el momento en el que del pincel sólo sale el color lomo de burra. Un color ocre grisáceo resultado de haber mezclado más tonalidades de la cuenta sin criterio alguno.

Y, bien lo sabemos todos, hay muchos edificios, y algunos muy publicados en revistas, que tienen ese tufo a lomo de burra que denota exceso.

Tengo un buen amigo, muy aficionado a la lectura y con el que comparto recomendaciones, que, cada vez que le hablo de una novela francesa que, por el motivo que sea, me haya gustado, siempre me dice lo mismo: toda novela francesa mejora si le suprimes el 10% de lo escrito.

Yo, por mi parte, sigo dando primeros pasos. Ahora quiero aprender a tocar el piano. Siempre he tenido cierto complejo por ser una persona que, cada día, escucha horas y horas de música pero es incapaz de producir una nota. Así que he subido el primer peldaño. Tengo la suerte de que otra buena amiga, por estas cosas que surgen como sin planificarlo, me dejó ayer su piano electrónico, que ahora mismo no usa, y así me ahorro el gasto.

Hay gente, como ella, que son la generosidad hecha sonrisas.

Hoy, al llegar a casa y ponerme por primera vez ante tanta tecla, me he sentido tentado a pensar cuánto tiempo continuaré subiendo esta nueva escalera. Si seré capaz de ponerme, a diario, a practicar; aunque sólo sean diez minutos.

Sinceramente, tras una fugaz reflexión de la que he salido de golpe, como cuando emerges del agua de una piscina tras bucear más de la cuenta, he llegado a la conclusión de que preferiría no hacerlo.

Porque creo que ha llegado el momento de disfrutar del proceso y no tanto del fin.

Dure lo que dure, claro.

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